8/31/2014

POP POLÍTICO: Sobre la dimensión utópica del pop, Family



La música pop establece una temporalidad particular pues es progresiva y regresiva al mismo tiempo. Progresiva en el sentido de que no se detiene y avanza desde un punto hasta otro situado en un lugar que todavía no es; regresiva en el sentido de que mira hacia atrás sin descanso. Las grandes composiciones pop se mantienen colgadas en este equilibro, esta suspensión de la temporalidad. Están tanto en el progreso como en el regreso, y eso las hace parecer tremendamente marcadas por su tiempo al mismo tiempo que les rodea cierta sensación de eternidad o intemporalidad. Me refiero, obviamente, a cierta clase de pop que aspira a componer canciones redondas, pulidas gemas de pop perfecto (por no decir perfeccionista). Es el caso de, por ejemplo, Family, cuyo primer y único álbum Un soplo en el corazón (Elefant, 1993) es un caso único en la historia del pop español. Family parece haber marcado el devenir de la música indie-pop española desde la irrupción de ese álbum, unido a la mitología que rodea su esquiva historia. Pero escuchar este álbum ahora supone certificar un rasgo que solo algunas contadas excepciones son capaces de incorporar; conciencia anticipadora.

La conciencia anticipadora es un rasgo de una voluntad, una dimensión utópica que Family encarna como ningún otro grupo lo ha hecho y que hace que 1993 y 1994 parezca un bienio dorado para el futuro del pop español. Desde la distancia de dos décadas, Family se parece a aquellos artistas con bola de cristal adelantados a su tiempo. Una contradicción productiva desgaja la nostalgia por un tiempo mejor pasado. Hay melancolía en sus letras y sonido, lamentos de añoranza de aquel verano ya pasado. Esta nostalgia y melancolía en el contenido y la forma (momentos de New Order soterrados) es abiertamente regresiva, mientras que la aspiración a lo universal, la trascendencia de la canción pop perfecta es un síntoma de progreso, es un rasgo de lo progresivo y de la anticipación utópica.

Todo en Family es sueño, pero esa clase de sueños diurnos que caracterizan la voluntad utópica, proyectiva y regeneradora. Ha pasado ya a la historia el final de la crítica del disco en Rock de Lux, donde se afirmaba que “Un soplo en el corazón es un disco para reír y llorar el resto de tu vida”. Lo dicho: la eternidad.

El sueño, la capacidad para volar la imaginación despierto es consustancial al pop, y la categoría de Dream pop como un género musical así lo certifica. En el Dream pop el afecto se convierte en una forma de emoción, una catarsis donde hay una delgada línea entre el llanto y la risa, la disforia y la euforia. Family es, en cierta manera, un adelanto a cualquier forma de Dream pop en boga ahora mismo.

¿Pero acaso no es un rasgo de la modernidad estética esa misma clase de temporalidad expandida que viniendo del pasado apunta hacia un futuro anhelado por venir? La potencialidad de lo que “todavía-no-es” permanece intacta, agazapado a la espera de reanimarla. “Viaje a los sueños polares” es, en este sentido, el tema que inspira la cartografía de toda una generación y la banda sonora de una época de la que el programa radiofónico del mismo nombre es ya un hito. “Viaje a los sueños polares” era un programa de radio de música indie pop como una brecha por la que imaginar mundos posibles y visiones alternativas.

El mensaje de Family es profundamente moderno en sus referencias estéticas, como un collage manufacturado por las vanguardias artísticas: nadadoras, aviadores, planetas, viajes y geografías por explorar, naves espaciales, trenes y aventuras en pop. Un rasgo melódico en este pop utópico y futurista es la melodía aérea que se encuentra en algunas canciones como “La noche inventada”, “Como un aviador”, “El bello verano”, “Nadadora” y la muy sentimental “Carlos baila”. (Depeche Mode hizo de esta melodía aérea una marca en sus grandes discos de los ochenta). Cualquier buena muestra de Dream pop toma nota del potencial evocador y fantaseador de esta melodía aérea.

La utopía de Un soplo en el corazón es como una cápsula de novum colocada pacientemente a la espera de que pase una década, luego dos… así hasta un futuro que nos es tan lejano que ya no podemos ni siquiera imaginarlo. El perfeccionismo de Javier Aramburu, algo palpable en sus diseños de discos y ahora también en sus pinturas enseña una personalidad de temporalidades largas y extendidas donde el tiempo es materia de trabajo. La modernidad tenía esa misma doblez, pues mientras que escudriñaba el porvenir aspiraba a la permanencia y duración propia de las obras clásicas y no la contingencia y lo fungible. Joy Division y los primeros New Order son un claro ejemplo de esta modernidad acentuada por el neoclasicismo de Peter Saville.

Hay una nostalgia por Family compartida por fans y que, como le ocurre a Joy Division, se renueva por generaciones aunque obviamente a menor escala. “Family, ¡Volved ya!” era un lema que partiendo de manera local de la ciudad de Family, San Sebastián, se extendió a otras latitudes e individuos aislados que entre todos podrían formar una comunidad, una familia unida por Family.


8/26/2014

EDITORIAL: Alienación


La vieja idea de Marx de que el arte supone una vía de escape al trabajo alienado o que, para ser más precisos, el trabajo del arte es “trabajo no alienado” ha de ser examinado a la luz de más recientes mutaciones del capitalismo. Algunos estudios recientes han situado a la figura del artista como una metáfora, sino un modelo, para ese mismo capitalismo que tiene en la creatividad y “lo creativo” su principio. El artista es el productor automotivado por excelencia en el que la “libre voluntad” y el compromiso consigo mismo se lleva hasta el extremo máximo, algo de lo que el capital se sirve. El modelo del neoliberalismo primitivo puede tener en el ejecutivo de Wall Street su estereotipo más obvio y redundante. El cine o los libros de Tom Wolfe y Bret Easton Ellis han inmortalizado de sobra este instante que incluso todavía hoy sirve de material (ahí está El lobo de Wall Street de Scorsesse).

Pero esto es solo el pasado arcaico de una evolución en el modo de conquista de la subjetividad actual. El deseo hace tiempo que sustituyó al dinero, y en la actual fase del capitalismo el sometimiento es voluntario y al mismo tiempo inconsciente. Somos todos esclavos del capital sin saberlo del todo. ¿Es el modelo de artista que fabrica con sus manos o está implicado en procesos manuales, artesanales y de intercambio más cómplice con el sistema que aquel otro que basa su “labor” en la potencia y conectibilidad de su MAC portátil?

Aunque haya quien siga queriendo ver como probada la primera opción, lo cierto es que un diagnóstico efectivo del actual orden nos coloca en la necesidad de una crítica de los llamados “social media”. Estos nos realizan a todos como artistas de performance, y como artistas trabajamos produciendo contenido para las compañías capitalistas que recolectan el producto del trabajo de nuestra auto-construcción y auto-expresión. Más que en el concepto de la creatividad, es en el continuo rediseño del Yo y el infinito flujo y bombeo de información donde el artista alcanza un estatus apropiable para el capital.

El estado afectivo al que conduce esto se sitúa entre la euforia y disforia permanente, entre la necesidad de estímulo constante y la inmediata insatisfacción y vacío. La alianza deseo-capitalismo-Internet ha renovado el concepto de Marx del fetichismo de la mercancía. Las consecuencias son conocidas por todos; ansiedad, insomnio o alteraciones del sueño, falta de autoestima, depresión, etc. Incluso ser consciente de que esto sucede de este modo no es obstáculo para padecer los propios síntomas. En cualquier ámbito del trabajo inmaterial, y el arte (entendido en toda su extensión), forma cada vez más de ello, la autonomía no existe y la servidumbre pasional es ubicua. 

En alguna otra ocasión he posteado esta frase de Liam Gillick que me parece más que acertada para definir el estado del trabajador-inmaterial-artista en la actual coyuntura económica.

La acusación es que los artistas son en el mejor de los casos los últimos trabajadores del conocimiento independientes, y en el peor, apenas son capaces de destacarse en el ardiente deseo de trabajar en todo momento, personas neuróticas que implementan una serie de prácticas que coinciden muy claramente con los requisitos del capitalismo neo-liberal, rapiñador y continuamente mutante de cada tiempo. Los artistas son personas que se comportan, se comunican e innovan de la misma manera que aquellos que pasan sus días tratando de aprovechar cada momento e intercambio de la vida cotidiana. No ofrecen ninguna alternativa.[1]

Sin embargo, en lugar de verlo todo negro, conviene retomar el diagnóstico de Marx al comienzo como recordatorio de que la esclavitud y la libertad están a menudo alojadas en el interior de la misma cápsula y parece indistinguibles y que está en nosotros el estimularla y liberarla.





[1] Liam Gillick, “Why work?”, Artspace, Aukland/New Zeland. También presentado con el título de “The Good of Work”, e-flux journal, nº 5, 2010, http://www.e-flux.com/journal/the-good-of-work/ Traducción propia.


8/19/2014

CRÍTICA: "Ghosts of My Life. Writings on Depression, Hauntology and Lost Futures", Mark Fisher, (Zer0 Books, 2014)



El esperado libro de Mark Fisher enseña el camino de lo que una crítica contemporánea, ágil y lúcida, cargada de afecto, experiencial y penetrante, puede hoy en día realizar. Como bien expresa el statement de su editorial, Zer0 Books: un nuevo tipo de discurso florece en regiones más allá de las franjas comerciales de los llamados mass media y en los burocráticos y neuróticos despachos de la academia, un discurso intelectual no necesariamente académico, popular sin ser populista. Un estilo, una voz y una temática sobresalen en la escritura que Fisher practicó durante años en su blog, conocido con el alias k-punk. He dicho “crítica” en vez de “teoría”, porque la primera mantiene el potencial de su propia renovación todavía intacta siempre y cuando se aplique con la libertad y la densidad de esta recopilación. Si tuviera que afirmar cuál es el género de Ghosts of My Life, sin dudarlo diría que se trata de una clase de necesitada y urgente crítica cultural contemporánea. Mark Fisher actúa, en este sentido, como un hábil sismógrafo de las profundas transformaciones en la cultura, el consumo y la producción desde finales de los 70 hasta nuestros días.

Hay varios motivos de interés aquí: Fisher escribe sobre la temporalidad más que sobre el tiempo; acerca de esa “la lenta cancelación del futuro” en la que nos encontramos y que toma prestada de Franco “Bifo” Berardi. Pero escribiendo sobre la temporalidad, los paisajes que dibuja son perfectamente espaciales. Lo que el lector recrea en su cabeza son esas galerías comerciales a primeras horas un domingo por la tarde con su McDonalds y pasillos muertos, edificios de cemento que olvidaron el componente utópico del brutalismo, una gran ciudad humeante y fría, vacía y oscura, una casa, un hogar, entre neblina. En esos no-lugares hay espacio para la nostalgia y la aflicción. Paisajes post-industriales a lo Ballard, viejas series de televisión y un regusto por la introspección o una trascendencia no trascendente.

El primer ensayo, “The Slow Cancelation of the Future” puede leerse a modo de condensador de todo lo que vendrá después. A una desaceleración en la invención y la creatividad en la cultura popular del siglo XXI le ha seguido una aceleración de los viejos paradigmas de consumo haciendo de la repetición, el pastiche y el déjà vu la norma cultural de un presente alargado y contingente a la vez. Para Fisher, la cultura musical ha sido central en la proyección de futuros que se han perdido. (Por cultura musical se refiere no sólo a la música sino también a la moda, el diseño o cover art y el discurso). Su diagnóstico, no exento de exorcismo interior, es que el periodo desde comienzos del siglo XXI (en concreto él señala el 2003, año en el que empezó a postear) hasta ahora será reconocido como el peor para la cultura (popular) desde la década de los 50.

Esta obra supone, también, la materialización de ese corpus interpretativo primero aplicado a la música electrónica (a mediados de la década pasada) y después liberado, extendido a todo un espectro cultural, llamado hauntology, un híbrido del término inglés to haunt, haunting, y “ontology” (ontología). Como es sabido, el término alude a Jacques Derrida y al énfasis que éste otorga en su Espectros de Marx a la frase “el tiempo está fuera de juicio” de Hamlet para señalar una temporalidad quebrada de presencias y ausencias que continuamente nos asaltan en la coyuntura social y política de desconfianza hacia el socialismo. En manos de Fisher y una comunidad de bloggers, la “hauntología” es toda una ciencia difusa, más metafórica que otra cosa, y que sirve para señalar las contradicciones de la virtualidad producidas por el paso de lo analógico al mundo digital, incluyendo la virtualidad y la abstracción del capital mismo. No es de extrañar que esta causalidad espectral tenga en el dimensión sónica del “crujido” (o el impacto de la aguja sobre el vinilo) su momento álgido, así como una “niebla” que parece envolver nuestros recuerdos y experiencia cronológica. Él no lo dice, pero no es difícil conectar esta recuperación del sonido perdido del “crujido” en lo sonoro con la también reciente invasión del fetichismo del granulado fílmico y el celuloide en gran parte del cine, el documental y el arte contemporáneo de comienzos de siglo. La virtud de Fisher está no sólo en señalar los lugares donde el eterno retorno del pasado acontece sino en rastrear la “potencialidad” intacta de artefactos culturales y musicales, enfatizando su “dimensión utópica”.

Gran parte de la teoría “hauntológica” se le debe, además de a Derrida, a la excepcional lectura que el autor hace de El Resplandor (1980) de Stanley Kubrick, sobre todo a partir de un álbum de The Caretaker que podría sonar perfectamente en el ballroom del hotel Overlooked en dicho filme. Banda sonora de los años 20 y 30. Ya se sabe, el salón donde un demente Jack Torrance (Jack Nicholson) encuentra al superyó ideal de una época dorada, los 20, o como escribe Jameson, “el último momento en el cual una genuina clase norteamericana ociosa exhibió una existencia agresiva y ostentosa, en la cual una clase dirigente norteamericana proyectó una imagen de sí misma autoconsciente y no culpable, y gozó sin culpa de sus beneficios, abiertamente y armada con sus emblemas de galera y copa de champagne en el escenario social, a plena vista de las otras clases”.[1] Es por los años 20 que el héroe está hechizado y poseído, y lo que ahora mismo nos importa es determinar la abstracción social desde donde voluntaria pero inconscientemente nos sometemos al hechizo.

Musicalmente hablando, The Caretaker y Burial son, para Fisher, ejemplos máximos de la “hauntología” sonora, mientras que la irrupción del Jungle con Goldie (¿hay quien todavía se acuerda de Goldie y de Tricky?), o el análisis de Japan cuya letra de la canción “Ghosts” da el título al libro, ofrecen no poca información sobre la naturaleza del cambio en los paradigmas culturales del pasado reciente. El problema del término “hauntología”, su inapelable seducción, reside en la tentación de aplicarlo a todo lo que nos parezca encantado, hechizado y fantasmagórico, no importa de qué estemos hablando. Cualquier película gótica nos parecería entonces “hauntológica”. Tentación en la que Fisher no cae en ningún momento. Más bien, su acierto consiste en subjetivizar al nivel de las referencias mediante una lista de autores que enlistados simulan una aparente falta de cohesión entre ellos: los mencionados Burial y The Caretaker, bien, pero también John Le Carré, Jimmy Saville, Christopher Nolan, Joy Division, Darkstar… ¡incluso Kanye West! Pasando por otros muchos nombres más sonados en el contexto anglosajón o no necesariamente conocidos. Se encuentra aquí uno de los rasgos de este libro, su interés y su limitación, es decir, el contorno de una geografía la cual se circunscribe a un britishness sin apenas exterioridad. Esto no es impedimento para que los connoisseurs aprecien, pues gran parte de los lectores del autor de Capitalism Realism: Is There No Alternative? (Zer0 Books, 2009), están entrenados en escudriñar a través de la exclusividad de las referencias en blogs de lo más especializados. En cualquier caso, el alcance del autor sobre los males que aquejan a la cultura británica desde el ascenso del Thatcherismo (y que el ensayo sobre la controvertida figura de Jimmy Saville expone sin tapujos) es contundente.

Desde el punto de vista teórico, Mark Fisher es más jamesoniano que derridiano, de quien dice le resulta un autor frustrante. De Fredric Jameson recoge el capitalismo tardío como horizonte cultural que todo lo invade, una naturalidad para hilvanar referencias heterogéneas que van de lo alto a lo bajo y viceversa, así como un espíritu periodizador, dialéctico. Esta metodología de pensamiento se esboza en el conjunto de este libro y temáticamente no puede sino trazar un arco con el estudio del posmodernismo y sus formas saturadas de nostalgia que todo lo invaden así como cierto anhelo de esperanza y futuridad. Pero además, Fisher opera con el sonido y lo popular como Georg Lukács lo hacía con la novela realista del XIX, es decir, revelando desde la minuciosidad del análisis y la interpretación los difíciles sentimientos irrepresentables del sistema capitalista. Esto lo hace a partir del sonido de la resaca post-rave o la retirada de una forma de disfrute colectiva basada en el baile a una actitud reflexiva e íntima, por ejemplo en Darkstar o en la evolución del synth-pop futurista en John Foxx, etc.

Para Fisher, el estado actual de la subjetividad, el origen de la (su) depresión es el neoliberalismo mismo. Hablando de Joy Division escribe: “Joy Division connected not just because of what they were, but shen they were. Mrs Thatcher just arrived, the long grey winter of Reaganomics on the way, the Cold War still feeding our unconscious with a lifetime’s worth of retina nightmares”, para a continuación indagar con sobrecogimiento en el suicidio de Ian Curtis y afirmar que su asunto, el de Joy Division, era la depresión y no la tristeza o la frustración. “Depression, whose difference from mere sadness consists in its claim to have uncovered The (final, unvarnished) Truth about life and desire”.[2]

O, por ejemplo, hablando de Inception de Christopher Nolan:

The ostensibly upbeat ending and all the distracting boy-toy action cannot dispel the non-specific but pervasive pathos that hangs over the film. It’s a sadness that arises from the impasses of a culture in which business has closed down any posibility of an outside – situation that Inception exemplifies, rather than comments on. You yearn for foreigh places, but everywhere you go looks like local colour for the film set of a commercial; you want to be lost in Escheresques mazes, but you end up in an interminable car chase”.[3]

Lo reseñable en esta recopilación de escritos es que lo que se piensa también se siente, y el lector es testigo de este sentimiento, algo nada sencillo en la escritura crítica y teórica.


Postdata: para una crítica comparada el lector puede leer esta otra de Brian Dillon publicada en el número de verano de la revista ArtReview




[1] Fredric Jameson, “Historicismo en El resplandor”, en Signaturas de lo visible, Prometeo libros, Buenos Aires, 2012, p. 165.
[2] Mark Fisher, Ghosts of My Life. Writings on Depression, Hauntology and Lost Futures, Zer0 Books, 2014. 56/57
[3] Op. cit, p. 220.


8/09/2014

Complejidad en el cine narrativo: Sobre “El Topo” e “Inception (Origen)”


Inception de Christopher Nolan, cortocircuitos de espacio-tiempo


El reciente visionado de El Topo (2011) dirigida por Tomas Alfredson, me recuerda mi preferencia por las pelis de espías. Quizás el espectador británico de una generación mayor pueda recordar la saga de la BBC de finales de los setenta basada en la novela de John le Carré Tinker Taylor Soldier Spy de la que El Topo es su versión cinematográfica. No tengo el placer de haber visto la serie y por lo tanto no puedo, como hace Mark Fisher en Ghosts of My Life, comparar el Smiley interpretado por Alec Guinness con el más reciente de Gary Oldman. Da lo mismo. Lo que llama mi atención es la complejidad narrativa y la temporalidad en forma de rompecabezas con sentido. Como todo buen texto, la película también exige una demanda: “véame usted dos veces”. Es reseñable la actual educación del espectador en la complejidad temporal de no pocas producciones cinematográficas y televisivas. La actual moda de las series ha llevado esta dificultad a otro nivel superior y, de paso, ha colonizado cualquier tiempo disponible a lo largo de una jornada como el tiempo para su visionado. Con la oferta inagotable de Internet, cualquier hora es buena para ver una serie incluso robándole tiempo al sueño. 24/7. A la fragmentación de las series en capítulos y temporadas le corresponde también el modo fragmentado de su visionado. El cine, por su parte, tiene más que ver con un estado de percepción situado entre la atención y la recepción distraída.

El Topo es, por otra parte, un ejemplo de complejidad narrativa asentada en una trama intrincada salida de una exitosa novela de espías. La novedad no solo está en el argumento, la forma y la estética sino en el uso del tiempo. Una estructura como la de esta película haría palidecer a la generación de nuestros padres aunque el legado que nuestros hijos heredarán, después de toda la virtualidad de los videojuegos y la asimilación cibernética como algo natural o dado, nos dejará en un futuro en la perplejidad. El entrenamiento en la complejidad es algo que generación a generación hemos asumido de manera que hoy en día un Hitchcock nos parece completamente homologable desde cualquier punto de vista. La novela, el cine y la televisión del futuro será la que empuje las capas temporales a niveles inimaginables de refinamiento.

Sabemos que el trabajo de mucha gente a la vez en tareas complicadas es más eficaz que el trabajo de una sola persona. Parte del actual crowdworking o trabajo colectivo reside en la orientación de tareas difíciles hacia su hibridación: unir hilos, mezclar, sobrecapar, multiplicar, etc. El propio blogging continuo tiene que ver con una acumulación lineal ue a la larga dificulta su propio abarcamiento comprensible. Películas como El Topo introducen la forma y el contenido en una misma unidad de manera que el propio contenido parece reproducir el modo en el que la película fue realizada. El argumento es como sigue. Tenemos al personaje de Control en la dirección del M16 o “Circus” o Centro de Inteligencia Británico a comienzos de 1970, en plena Guerra Fría, quien después del fracaso de la operación en Budapest en la que el agente Jim Prideaux es tiroteado y capturado por los rusos se ve obligado a jubilarse junto a su mano derecha George Smiley. Percy Alleline se convierte en el nuevo director del “Circus” con Bill Haydon como segundo y Roy Bland y Toby Esterhase como aliados. Un soplo hace que se le saque a Smiley de su retiro, una vez que Control ha muerto, para desentrañar el motivo por el que Jim Prideaux fue enviado a una misión al otro lado del Telón de Acero: averiguar el nombre de un “Topo”, un traidor, en la cúpula del “Circus”. Cinco sospechosos: Alleline, Haydon, Bland, Esterhase o el propio Smiley… 

Para averiguarlo, Smiley elige al agente Peter Guillam como mano derecha mientras que una operación en Estambul con el agente Ricky Tarr ofrece importante información sobre el “gran Otro” ausente: Karla, o lo que es lo mismo, el máximo dirigente de la KGB. La cúpula del “Circus” ha iniciado una operación secreta con el nombre de “Brujería” que ofrece valiosa información proveniente de la inteligencia soviética. Control y Smiley desconfían de la información producida por “Brujería”, la cual es intercambiada con los Estados Unidos por inteligencia americana. Mientras esto ocurre, tenemos acceso a la vida íntima de Smiley y su personalidad sexualmente reprimida. Smiley es un anti-Bond. Sabemos de su complicada vida conyugal durante décadas con Ann, su mujer, quien como Karla no aparece nunca físicamente en el filme sino siempre sugerida o de espaldas. Al mismo tiempo la película rezuma la pasión y la tensión que los implicados sienten, desde los peligros de sus trabajos a la atracción sexual; Ricky Tarr y la mujer de un peligroso agente soviético, Boris; la relación homosexual entre Prideaux y Haydon, entre los y las empleadas del “Circus”, etc.

Mi escena preferida (creo que no solo es la mía) y que da cuenta del uso de la elipsis y la sutileza narrativa de todo el filme, en donde se sugiere y se enseña más que se dice y explicita, es aquella de la fiesta de navidad en el “Circus” en la que mientras Smiley busca a su mujer entre la gente un Papa Noel con la careta de Lenin sube al escenario y manda entonar el himno soviético para júbilo de todos los presentes mientras Smiley descubre a Ann de espaldas al otro lado del cristal con otro hombre.



La apropiación burlesca pero solemne del himno soviético es un momento especialmente interesante, como si apropiarse del canto del enemigo fuera un ejercicio colectivo de reafirmación y expulsión de toda la ansiedad y paranoia que rodea a la ya de por sí tensionada situación de espionaje mundial.

Regresando a la complejidad, ésta per se no resulta suficiente ni interesante. Un ejemplo de esto es en este sentido Inception (Origen) de Christopher Nolan (este mismo director considerado como el mayor innovador de la recepción del tiempo en cierto cine de gran presupuesto). Estoy seguro que un segundo visionado arreglaría esta desconfianza ante Inception. En cualquier caso, estamos ante un filme que no solo ha asimilado la complejidad del crowdworking y la escritura colectiva sino también la retórica de los videojuegos y simuladores de ordenador más a la moda en el espacio cibernético. El ritmo pausado, calmado como una partida de ajedrez y desprovisto de cualquier acción de El Topo contrasta con los fuegos de artificio y explosivos de la película de Nolan. Más Bondiana. La complejidad en Nolan tiene un punto de partida genial desde el punto de vista del guión: cómo implantar una idea en el cerebro de alguien sin que éste se de cuenta y cómo utilizar el sueño como momento donde realizar la inception.

Existe todo un horizonte interpretativo “de calidad” en Nolan que pasa por la propia significación de los sueños o el momento del sueño como otra realidad que se incorpora a “nuestra” realidad. Pero los juegos de espejos, los laberintos de Escher son tan literales que uno acaba dejando de querer seguir sus retorcidos pasillos. Un sueño dentro de un sueño dentro de un sueño… Los juegos entre la realidad y la ficción son de sobra conocidos y El club de la lucha de David Fincher ya tuvo su reconocimiento por ello. La próxima película de ciencia ficción de Nolan, a estrenar en otoño, Interstellar, profundiza no ya en el mundo del sueño y la realidad sino en el de la física y la ciencia a alto nivel a través de la teoría del “agujero de gusano” o del atajo en el espacio-tiempo. Lo que el cine de Nolan parece ofrecer es una reflexión temática (desde Memento) sobre el tiempo a ser interpretado en simultaneidad con el actual “fin de la temporalidad” (sobre el cual he hablado en post recientes).

Hay un elemento formal a ambos filmes. En los dos un elemento móvil sirve de metáfora que comunica diferentes niveles de realidad. En Inception tenemos el ascensor que conecta mundos y realidades distintos, como una máquina del tiempo pero en versión lacaniana. En El Topo, el equivalente es ese pequeño elevador o montacargas donde los archivos secretos del M16 británico, el “Circus”, van pasando de planta a planta del edificio como metáfora del archivismo y la traición a partir de esos mismos documentos. En cualquier caso, El Topo e Inception son dos casos de cine narrativo donde la complejidad argumental y el rebuscamiento temporal funcionan uno al servicio del otro.




8/02/2014

Formas de afecto o, acerca de la afectividad de las formas*


In form there is no more longing and no more loneliness
Georg Lukács


La discusión sobre el arte como una forma de afecto atraviesa la historia de la filosofía al menos desde los griegos. Algunos términos como “sensibilidad”, “emoción”, “afectuosidad”, “conmoción”, “añoranza” y “anhelo” describen sentimientos positivos que la disciplina de la estética ha cultivado durante siglos, a pesar de haber acuñado también expresiones peyorativas como “sensiblero”, “afectado”, “ñoño”, “compasivo” y “cursi”. ¿Acaso estas acepciones fueron creadas desde algún afuera académico, oficial e institucional? No es desde ninguna posición filosófica ni disciplinar desde donde deseo hablar de los afectos, el arte y la cultura.

De entrada, ¡qué pereza! Camino de París, sentado en un TGV, medito a partir de abstracciones de ideas. Una línea reflexiva puede trazarse entre la historia del pensamiento y el actual estado neoliberal donde las tecnologías emocionales conquistan de manera imperceptible pero sin descanso cada resquicio de nuestra mente. Mientras la mirada se pierde en el horizonte, nos adentramos en el interior de las formas y los afectos.
Un paso decisivo en este debate lo dio el filósofo y crítico literario Georg Lukács cuando en 191o publicó una selección de textos de juventud con el título El alma y las formas. Se trata de una compilación de ensayos de marcado tono idealista previos a su entrada en el marxismo, y que expresan el existencialismo burgués y los problemas de la soledad, la alienación y las cualidades curativas de la forma estética. No se sabe el porqué de este orden en lugar de su contrario, las formas y el alma. El peso del significado varía sensiblemente dependiendo de si leemos “forma” o “alma” en primer lugar. En ambos casos hay un matiz diferente, y algo similar sucede cuando nos referimos a las formas de afecto o al afecto de las formas. ¿Cómo distinguirlas? ¿De qué modo desgajar su insondable diferencia?


El alma y las forma, diseño apropiado para Lukács


El propio Lukács no se complicó demasiado, y tituló su libro El alma y las formas, regalando al lector toda una guía reflexiva y sensorial con la que pensar el afecto como inseparable de la forma. Pensemos en esto mediante un ejemplo sacado del propio autor. El primer ensayo del libro lleva por título “Sobre la esencia y forma del ensayo”. Se trata de un texto sobre la naturaleza híbrida del género ensayístico o, más bien, sobre si Lukács puede llegar a escribir un ensayo, o si tiene alguna contribución que hacer a esta forma. El texto en cuestión es además una carta, como indica su subtítulo “Carta a Leo Popper”. Pero entonces, ¿qué clase de escritura es, ensayo o carta? Esta ansiedad interpela al lector, quien encuentra la calma en la certeza de que la forma no es únicamente el tema del libro sino también la forma misma de la investigación en sí.

Judith Butler, en la introducción a una nueva edición en inglés de Soul & Form, nos recuerda que las formas se dan cuando un cierto requerimiento para expresar la realidad de alguna manera ejerce una demanda, y las formas quedan obsoletas cuando esta exigencia pierde su razón de ser o su componente de necesidad. Para que una expresión sea comunicada, y por lo tanto para mediar entre el auténtico impulso de un creador y las condiciones sociales dentro de las cuales el creador trabaja, una forma tiene que ser encontrada o creada. La forma no se añade sobre la expresión sino que deviene su condición, el signo y la posibilidad de su verdad subjetiva. Por ello para Lukács, si vamos a escribir sobre un tema, debemos no sólo hallar una forma para ese escrito sino también determinar qué clase de forma permite la articulación del tema y qué tipo de forma ese tema exigirá. Su creencia en la forma como destino último en el que se resuelven las aporías internas del sujeto (autor) llevan a Lukács a escribir apasionadas líneas no exentas de idealismo: “La nostalgia es siempre sentimental, pero ¿hay formas sentimentales? La forma es una superación del sentimentalismo; en ella deja de haber nostalgia y soledad: devenir forma es la gran consumación de todo”.




Mientras estas palabras resuenan, pienso en la forma del ensayo y en la posibilidad de una escritura ensayística que sea por propio derecho una declaración de amor. Tengo en mente la forma de la carta, la carta de amor. La lengua francesa, que según dicen es el idioma del amor, parece incapacitada para pensar algunas de estas sutilezas lukácsianas. “Longing and Form” es otro de los ensayos pero, para mi sorpresa, en la versión castellana (antigua y encontrada en la usura de Internet) longing se traduce como nostalgia. Durante años había traducido en mi cabeza longing como anhelo. ¿Acaso el anhelo describiría una nostalgia por un futuro que todavía no ha sido mientras que ese otro longing define una nostalgia por lo ya pasado? A pesar de que el autor escribiera en húngaro y también en alemán, los matices entre idiomas no dejan de proporcionarnos diferencias infinitesimales. Los franceses no tienen una palabra para longing que no sea nostalgie, y para anhelo tienen désir y envie. Pero no es lo mismo. Los ingleses, que al parecer son menos sensuales que los franceses, tienen también yearning. En cualquier caso, todas estas palabras definen estados emocionales. ¿Afectos y emociones significan acaso lo mismo?

Afecto y emoción (en el realismo literario)

Si la historia del arte puede leerse como activación de esta dialéctica entre forma y afecto, ¿qué decir de la literatura? En su reciente The Antinomies of Realism, Fredric Jameson elabora toda un teoría del afecto como uno de los rasgos de la novela realista que nace en el siglo XIX con Zola, Tolstoi y Pérez Galdós entre otros. La percepción de los afectos burgueses a mitad del XIX y su consiguiente registro literario es precisamente una de las novedades formales del realismo moderno (Flaubert) frente a la anterior generación (Balzac). No es que los afectos no existieran antes, sino que éstos encontraron un registro lingüístico/formal propio y de este modo pudieron cobrar existencia literaria a través de la nueva novela realista. Una vez más, las formas (y también la técnica). Jameson pone como ejemplo extractos de la novela de Zola El vientre de París donde se describen minuciosamente los mercados parisinos, sus productos y olores (pescados, quesos y demás). Las percepciones se convierten en sensaciones, y las palabras capturan una experiencia indecible de un modo corpóreo, de manera que “el reino de lo visual comienza a separarse de lo verbal y conceptual para flotar en una nueva clase de autonomía. Precisamente esta autonomía creará el espacio para el afecto: justo porque el gradual debilitamiento de las llamadas emociones y de las palabras abiertas para ellas abren un nuevo espacio en el que lo irrepresentable y los innombrables afectos pueden colonizar y hacer suyos”.


The Antinonies of Realism, Fredric Jameson, Verso, 2013


Jameson establece entonces una peculiar (y discutible) diferenciación entre afecto y emoción. Básicamente, el afecto o estado afectivo sería una sensación predominantemente corporal mientras que las emociones, las pasiones, son más estados de conciencia. “Cualquier proposición sobre el afecto lo es también sobre el cuerpo” escribe. De este modo, el enamoramiento sería una emoción mientras que la depresión es un estado afectivo con obvias consecuencias físicas. Pienso aquí en el personaje de Justine (Kirsten Dunst) en Melancolía (2012) de Lars von Trier, para quien la entrada del planeta en la órbita de la vida acaba reduciendo el cuerpo a un estado inerte, apagado, incapaz de responder a los estímulos exteriores, como si toda la energía vital del sujeto estuviera siendo absorbida por ese objeto y acontecimiento exterior.

Otra diferencia fundamental entre afecto y emoción se daría en el orden lingüístico, pues mientras el primero elude el lenguaje y la nominación de los estados, la emoción es algo que tiene nombre: amor, odio, rabia, miedo, disgusto, placer, etc. Estos sentimientos se cosifican en virtud de su nombre. El afecto, por su parte, deviene como una paleta cromática que calibra la escala corporal arriba y abajo desde la melancolía a la euforia. Al margen de una discusión teórica acerca de lo que separa los afectos y las emociones, ambas están en la agenda de la actual cibernalización del alma y la subjetividad.




Tecnologías y relatos de la emoción

Esta diferencia entre el afecto y la emoción no es únicamente el trasunto de un debate ontológico en el arte y la literatura a través de la siempre sugerente óptica de la teoría crítica. La gestión y optimización de los afectos (aún como innombrables o irrepresentables efectos), y la propagación y distribución de las emociones corresponde ahora al mercado y la publicidad en la sociedad de consumo. Pensemos en Guy Debord, quien en sus derivas situacionistas concibió la ciudad como una guía psico-geográfica que actuaba sobre el comportamiento de los individuos. El sistema posmoderno, en nuestro tiempo, hace tiempo que se apropió de la abstracción del afecto en el espacio urbano a través de la nueva ciudad urbana gentrificada que es ahora experienciable para las multitudes en tanto individuación del comportamiento y modo de sentir. Por ejemplo, en la espacialización de la música a través de iPods y el modo en que el aislamiento del sonido absorbe el entorno en una nueva realidad conectada al órgano del oído. El viejo “hombre andante” o Walkman, es ahora el hilo sonoro que nos aísla y conecta simultáneamente con el entorno urbano y el interior del yo y la conciencia.

El cine ha captado recientemente algo de este mundo sensorial conectado al oído de manera inquietante en Her, de Spike Jonze, que en ningún caso es una película sobre el amor ni tampoco gira sobre la relación entre un humano (un usuario) y su sistema operativo. Más bien, trata del final de la lectura y la escritura y con ellas la consiguiente pérdida de la capacidad para imaginar y desear. Esto es, los afectos. Su protagonista Theodore (Joaquin Phoenix) trabaja para una empresa llamada Beautiful Handwritten Letters desde donde escribe cartas de amor para clientes que hace tiempo dejaron de usar la escritura como vehículo para comunicar afecto. La sombra del joven e idealista Lukács se cierne sobre este pasaje argumental. Theodore dicta el texto con su voz y el ordenador ejecuta la escritura en diferentes y significativas caligrafías.


El oído como canal sensorial. Sentimiento en Her, de Spike Jonze

Pero quizás es mejor destripar Her a partir de algunos rasgos de lo posmoderno tal y como fueran definidos hace unas cuantas décadas por el propio Jameson, pues uno de las características del posmodernismo estaría en la disminución del afecto (waning of affect). Esto es, afecto en el sentido coloquial de la palabra, como empatía o como sensibilidad hacia algo. El posmodernismo describiría este ocaso del afecto a través del proceso en el que el sujeto ha perdido su capacidad activa para crear un sentido de continuidad entre pasado y futuro, a la vez que tiene dificultades para organizar su existencia temporal en una experiencia coherente. Esto reduce su capacidad para la producción cultural a “montones de fragmentos”, azarosos y eclécticos. La siguiente definición en Posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío puede ahora leerse en paralelo a este filme: “El propio concepto de expresión presupone una escisión en el sujeto, y junto a ella toda una metafísica de interior y exterior, del dolor sin palabras que encierra la mónada y del momento en que, a menudo de modo catártico, esa ‘emoción’ se proyecta fuera y se exterioriza como gesto o como grito, como comunicación desesperada y dramatización externa del sentimiento interno”. Lo que Theodore necesita es este grito, esta explosión corporal que permanece secuestrada por reblandecidas capas de estética colorista y tecnología amiga.

Hay otra película reciente que me hace pensar en esta relación entre el afecto y las emociones: Drive (2011) de Nicolas Winding Refn. En mi opinión su culto se debe a que apunta directamente a una esfera senso-emocional con la que el espectador llega a identificarse. Esta identificación tiene mucho de adolescente. Drive es cine adolescente para adultos, un producto que combina acertadamente dosis de estética sublime con momentos de brutalidad. Por brutalidad no me refiero sólo a la ultraviolencia perfectamente colocada como contrapunto al ritmo pausado del filme, sino a la mezcla de estilismo y ritmo combinados en diferentes niveles narrativos en los que la banda sonora juega un papel primordial. La escena del paseo en coche entre Ryan Gosling, Carey Mulligan y su hijo reproduce esta brutalidad; una forma de poesía manierista y sensiblera dirigida directamente al aparato senso-emocional. Las imágenes ralentizadas o slow motion con música tecno-pop retro de fondo describen toda esta emoción, así como la escena del ascensor que superpone este contraste entre romanticismo y descarga de virulencia. Brutalidad y emoción. Esta e-moción no responde exactamente al mismo principio que lo sentimental. El consumidor adolescente necesita emoción, no sentimentalidad. El adolescente es una estructura abierta, un sujeto de deseo constante, y la forma del pop es la que mejor satisface esta demanda. El alma (el afecto) y la forma (del pop).




Un caso reciente de una estética de la emoción en la cultura popular tiene de nuevo a Spike Jonze y a la banda indie-mainstream Arcade Fire sus protagonistas. Spike Jonze grabó un videoclip para la canción “Afterlife” de la banda canadiense en los premios MTV con la actriz Greta Gerwig (actual musa indie desde esa otra película que es Frances Ha). Lo que comienza como un videoclip melodramático da paso a una coreografía mientras el espectador descubre que la performance se realiza “en riguroso directo” mientras Arcade Fire ejecuta la canción. El artificio melodrámatico y la coreografía de Greta es todo un compendió de retórica y gestualidad pop. Gestos y movimientos hipercodificados que en sí mismos comunican como formas pop. La performance contemporánea no puede dejar de lado ejemplos como éste donde la emoción invade cada poro. La cultura comercial ha canalizado la emoción y sofisticado sus formas regalándonos de paso placeres culturales contingentes que no están destinados a perdurar en el tiempo. Disfrutémoslos en su brevedad antes de que pasen a ingresar en el basto archivo olvidado de la cultura visual.





* Las ideas de este breve ensayo fueron preparadas con motivo de mi participación en la conferencia inaugural de la exposición Disparité et Demande, comisariada por Pedro de Llano en La Galerie, Noisy-Le-Sec, París, mayo 2014. La exposición se enmarcaba en un ciclo bianual con el título de Les Formes des affects / Forms of Affects.
** Publicado en input magazine, nº 2, Madrid, septiembre 2014