8/26/2011

Cine y posmodernismo; "Super 8", 2011, de J. J. Abrams

Super 8, 2011, de J J. Abrams, cartel de la película

  
Super 8, la película del verano en las carteleras, es una pirotecnia tan espectacular como vacua que solo se explica como un producto comercial de aspira a ocupar duración en la memoria. Dirigida por J. J. Abrams y producida por Steven Spielberg, su razón de ser no es la de contar ninguna historia nueva ni siquiera cortocircuitar nada del cine actual más mainstream, sino su razón de ser simple y llanamente es servir de homenaje a producciones cinematográficas del pasado. Conscientemente historicista, Super 8 es una gran cita rodante, o según se mire, una auto-cita redundante estando como está Spielberg de por medio.
Cuando una película comienza con el logo de E.T. y además tiene no pocas escenas de adolescentes en bicis de bmx, entonces deja bien a las claras cuales son sus credenciales.
Podría resumirse que todo en esta película intenta parecerse o mejor, dicho evocar, a la filmografía de su productor. E.T., Encuentros en la tercera fase, Minority Report, La guerra de los mundos, A.I. Inteligencia Artifical en tanto director, y Los Goonies, Gremlims, o Regreso al futuro en su faceta de productor. Y es que todo en Super 8 huele a Spielberg. Nada que objetar en ello; la película responde a las espectativas, en su mezcla de ciencia-ficción, aventura, film de terror y comedia, sin que sea puramente nada de todo eso, Super 8 merece ser vista más desde la sintomatología que provoca que desde el análisis formalista. Su forma es tan predecible, tan llena de estereotipos y clichés que no resulta difícil contemplarla desde una posición presciente. Resulta más jugoso hurgar en las razones por las cuales el factor nostalgia se ha convertido en la marca identitaria con la que se vende el “producto” en sí. Como decía, esta es una película sin historia o narración, en el sentido convencional del término, cuya existencia es meramente servir de recordatorio a nuevas generaciones de espectadores que no vieron en su día películas como E. T. o Los Goonies a la vez que conectar con aquellos entonces niños y hoy adultos. Conquistado el público antes de empezar, el “producto” ya ha ejecutado parte de su función, ahora solo queda hacer pasar un buen par de horas. Y esta parte de la función la cumple con creces. De este modo, su lógica citacionista, referencialista e historicista se vuelca sobre un pretexto gigantesco, un McGuffin a escala monumental que es la propia narración en sí, esto es, la historieta de un grupo de chicos que ruedan una película de zombies (homenaje a La noche de los muertos vivientes de George G. Romero) y donde se ven envueltos en una trama con las fuerzas armadas norteamericanas y un ser monstruoso y alienígena.


Siendo éste el argumento, es la nostalgia la que ocupa el primer lugar del ranking en cuanto a contenido. ¿Cómo lo hace? No solo está todo el arsenal citacionista y referencialista a películas que conformaron el imaginario de toda una generación sino que el énfasis en la técnica del super 8 hace de esta nostalgia una herramienta fácil de manipular. Así, el propio Abrams (guionista y director televisivo de series de éxito como Felicity, Lost y Fringe y aquí en su primera incursión como director de cine) y Spielberg son capaces de hacer el salto autobiográfico y recordar sus comienzos en el cine siendo adolescentes recreando en este nuevo grupo de chavales (viene a la memoria también Stand by Me, 1986, de Rob Reiner) todo un imaginario adolescente hoy perdido, o mutado en la colección de fotografías de los nuevos móviles y iPods. Pero obviamente, el super 8 en tanto formato amateurista remite a una condición de autoría que también está en vías de extinción, por no hablar de la propia tecnología en sí, prácticamente hoy extinta. El gancho de la low-tech dentro de una producción tan high-tech (la escena del descarrilamiento del tren resulta espectacular en sus efectos especiales) ya consigue empaquetar el “producto” con una buena dosis de buenintencionismo. Unos chicos ruedan un corto en super 8 que el espectador puede contemplar como bonus track en los títulos de crédito (la película dentro de la película). Pero es sin duda la nostalgia de la pérdida de una tecnología (la analógica) por su posterior y actual modelo digital lo que refuerza el componente nostálgico, ya que permite recrear los recuerdos del pasado de una manera única y original. En una cultura donde todo aparato es ya digital, el recuerdo o la memoria del pasado analógico se vuelve un problema, debido a que ya no tenemos acceso a aquellos formatos que servían de recuerdo; cintas super 8, diapositivas y también VHS son ahora recuperadas y llevadas a scanners y otros aparatos de reproducción para adaptar su formato.

La propia película de zombies que ruedan gasta un estilo retro en 
la vestimenta de uno de ellos, un guiño al género detectivesco del cine
de Hollywood de los 40, en una meta-referencialidad al filme-nostalgia
posmoderno.

Super 8, manipula esta condición aurática de lo analógico para sus intereses, recurriendo a la historia de la pérdida de la madre para Joe, en un momento de sensiblería que además de servir para manipular afectivamente al espectador, sirve para reafirmar el propio contenido del filme; esa nostalgia que no es sino pérdida, muerte, pasado. Pero además, esta condición de la nostalgia debe servirnos para seguir con nuestras indagaciones sobre cine y posmodernismo, pues es conocido que el filme-nostalgia y el pastiche fueron los dos rasgos señeros que sirvieron a Fredric Jameson para definir el estado de la cultura a principios de los 80 y definir a continuación el posmodernismo. Sin embargo, aquel filme-nostalgia que intentaba recrear un pasado artificialmente, Chinatown de Polanski, El conformista de Bertolucci, y que mostraba una incompatibilidad entre la nostalgia posmodernista y la genuina historicidad, no se articulaba alrededor de la propia nostalgia como eje narrativo o como primer contenido o razón de ser de las propias películas. Así, esta nueva rehabilitación del filme-nostalgia lo es doblemente; incorpora la nostalgia reificada en tanto tema (o sujeta a la tematización), a la vez que lanza una honda sobre otros filme-nostalgia típicamente posmodernistas. La pregunta que surge entonces sería la de saber si Super 8 es doblemente posmoderna o, al menos, preguntarnos donde aspira a situarse ideológicamente.
Pero en la película la nostalgia no puede separarse de ese eje aurático de la pérdida al que sirve el celuloide; no en vano es en el celuloide donde se esconden las fantasmagorías más penetrantes, presencias de ausencias que hacen de su propia tecnología la morada para fantasmas y apariciones espectrales de todo tipo. Super 8 es en este sentido una película hauntológica por derecho propio, o de un posmodernismo de nuevo cuño. Esta hauntology, un híbrido entre haunted y ontology sacado después del Espectros de Marx (1993) de Jacques Derrida, puede servir para referirse al modo en el que después de los “finales de la historia”, el presente existe solo con respecto a los fantasmas del pasado que continuamente lo irrumpen. Es en esta hauntología llena de fantasmas y espectros del pasado que se negocia parte del nuevo imaginario especular y posmoderno

"Sprawl", luces, noche y adolescentes

Otra cuestión concierne aquí a los modos de repolitización de todos estos impulsos nostálgicos vinculado tanto al desarrollo capitalista de la cultura de masas como a la fetichización de la experiencia de lo histórico. Para ello, el análisis de la querencia por las formas bajas de tecnología podría aportarnos valiosa información. Este actual fetichismo de la low-tech podría tener un equivalente en las formas del retrofuturismo en los subgénero literarios del steampunk o el dieselpunk, esto es, la imaginación de un pasado histórico diferente al que supuestamente ha sido donde, por ejemplo, la revolución digital hubiera acontecido adelantándose un siglo, en mitad del desarrollo de la revolución industrial de la máquina de vapor, la luz de gas o de calcio. Esto sería un recordatorio, de nuevo, de aquella nostalgia posmoderna en la que referencias contemporáneas o incluso futuristas al nivel del contenido ocultan la dependencia de modelos establecidos o anticuados en el plano de la forma. La low-tech vendría entonces al rescate de un historicismo redivivo, en una reedición de la nostalgia por lo analógico. La cualidad de la imagen fílmica del celuloide, 16 mm o 8 mm, hace de su materialidad una prolongación hauntológica. Esta obsesión contemporánea por la baja tecnología en tiempos hipertecnologizados es hoy una constante, y puede ser rastreada en esta película comercial así como en muchas otras manifestaciones de arte contemporáneo, o en la música popular cuando se escucha el sonido texturado de la aguja sobre el vinilo en la música electrónica o cierto pop indie (low-fi).

¿Estilo camp en la vestimenta de ella?

Pero Super 8 es además rica en otra clase de interpretaciones alegóricas, así por ejemplo, desde el punto de vista del urbanismo resulta estimulante observar la detallada reconstrucción de un “sprawl” suburbano de clase media típicamente norteamericano que es además el lugar donde la destrucción y la catástrofe acontece, y esta relación está ya elaborada en el subconsciente de toda una nación, en parte debido a una larga historia de trauma con la madre naturaleza, y que Mike Davis ya trazara en su libro Ecology of Fear; Los Angeles and the Imagination of Disaster. Pero esta condición de la catástrofe no es solo natural y cuenta con una larga historia alrededor de las fantasías de la bomba atómica y otras especulaciones de la Guerra Fría (que además, también tienen cabida en Super 8, pues para el ciudadano de a pie la culpa siempre la tienen los comunistas). Así, hay algo de macartismo velado (una crítica explícita o denuncia ya sería demasiado) en este filme, o más bien, referencias a un periodo donde los experimentos químicos en los laboratorios tenían su contrapartida en el nacimiento de todo un subgénero de películas de terror de serie B en la década de los 50 y 60 estilo La invasión de los ladrones de cuerpos, 1956, de Don Siegel, y que más tarde en los 70, el momento al que se refiere la propia película, tuvo grandes ejemplos en La invasión de los ultracuerpos, 1978, de Philip Kaufman, y Vinieron de dentro de…, 1975, de David Cronenberg y demás. Las imágenes de “archivo” que los chicos contemplan en el instituto negocia bastante afinadamente con todo esto. Pero en su intento de aglutinar todos los géneros posibles, todas las temáticas existentes, por momentos viene a la cabeza películas como Independence Day y otros casos de películas catastrofistas donde se combate al “gran Otro”. Quizás por ellos el último eslabón debamos quizás trazarlo en la forma de conspiración más inimaginable, terrorífica e igualmente irrepresentable, aquella que la une con el bíblico Apocalipsis, el fin del mundo. Si La guerra de los mundos, Steven Spielberg reinterpretando a H. G. Wells, nos permitía regresar a un momento pre-trauma y contrastar el antes con el después, el pasado con el presente, quizás sólo nos quede ver películas de entretenimiento como retratos alegóricos esperando que nos informen fehacientemente del estado de las cosas aunque sea en su caótica y progresiva autodestrucción. Super 8 es en este sentido un intento por reconciliar lo distópico de todos los temores de ese “gran Otro” con el impulso utópico cargado de optimismo que Spielberg siempre introduce de alguna u otra manera.

8/23/2011

Por qué importa Gillick / Why Gillick Matters

Liam Gillick, Discussion Island Resignation Platform, 1997, 
Documenta X, Kassel, 1997



Artista a la vez influyente y controvertido, Liam Gillick es una presencia ineludible en el arte
del cambio de milenio. Gillick provoca no pocas ambivalencias. Muchas de estas son
consustanciales al propio estado del posmodernismo, o lo que es lo mismo, a la situación del
arte y la cultura dentro del capitalismo tardío en el que nos encontramos. Ambivalencias que
están además detrás de las recepciones críticas de su obra; demasiado críptico o complejo
para aquellos que desean entender el arte desde una mirada complaciente o de rápida
asimilación, o, por el contrario, sometido a la condena por un tipo de radicalismo (artístico,
o que tiene lugar exclusivamente en la esfera del arte) y que ve en su obra el paradigma de la
reificación y el fetichismo de la mercancía, Gillick ofrece resistencia a ambas preconcepciones
(basadas en prejuicios) a la vez que exige un ensanchamiento o nueva disposición del aparato
crítico de interpretación. Además de esto, más allá de lo mucho que ya se ha dicho y escrito
sobre él, resulta pertinente reconocer que existe una gran cantidad de estrategias gillickianas
en el interior de no pocas posiciones artísticas y curatoriales actuales, (aunque muchas de
ellas no las reconozcan o permanezcan inconscientes). Por ejemplo, la bifurcación en la obra
de la relación entre forma y contenido, la introducción del modo indirecto y la elipsis, la
discursivización de la forma, la introducción de estrategias de diseño y arquitectura en el
interior de la obra de arte por no mencionar las relaciones entre escritura y formalización
objetual. Me ahorraré dar nombres porque lo que aquí realmente importa es definir un
modelo crítico que funcione a escala 1=1 con el estado de ese mismo posmodernismo que en
otros lugares he intentado esbozar. Por ejemplo, escribiendo sobre conspiración, complot y
definiendo el espacio arquitectural de la oficina del periódico de Todos los hombres del
presidente de Alan J. Pakula como un símil de lo corporativo, el artista que me venía a la
cabeza era Gillick. Y no por ninguna similitud formal entre el techo apanelado del filme y las
plataformas y techos de plexiglás del artista británico, sino más bien porque ambos dirigen su
atención hacia un “middle ground”, o un no-lugar donde la semiótica del espacio construido
desvela la ideología sistémica o la totalidad del capitalismo cuya imagen nos es imposible de
ver y su forma nos es imposible de agarrar. Sobre decir, además, que cualquier consideración
sobre el posmodernismo conlleva, de facto, una nueva valoración del modernismo y viceversa.



Liam Gillick, Ibuka! y Erasmus is Late
Algo de todo esto esto me vino a la cabeza el año pasado durante el congreso de Historical Materialism en Londres, cuando un ponente (un joven aspirante a formar parte del círculo académico) realizó un juicio sumario a Gillick como exponente del capitalismo más estratégico y liberal. Pero esta misma idea del juicio (trial) es de la querencia del propio Gillick (recordemos The Pol Pot Trial con Philippe Parreno, o su renuncia y rechazo pormedio de una carta-texto al The Madrid Trial organizado hace algunos años en Madrid porlos de e-flux). Sin embargo, en aquel contexto, para más señas marxista o postmarxista, y a pesar del juicio y la posterior condena, rezumaba un interés por Gillick (algo que por otra parte en un contexto británico es algo habitual desde hace bastante tiempo). Es entonces que la intervención de alguien del público desvelaba la posibilidad de relacionar la obra de Gillick desde el concepto de Lukács de “totalidad”, un concepto éste de difícil definición y que se ha “colado” en múltiples ocasiones en este blog y en otros lugares de mi propia escritura, y al que Martin Jay consagrara un monumental trabajo monográfico (Marxism and Totality; The Adventures of  a Concept from Lukács to Habermas, University of California Press, 1984). No me parecería desacertada el indagar por este senda en un futuro próximo.[1] El desconcierto con el que la izquierda teórica (lo que Susan Buck-Morss denominó una vez el Theoryworld) recibe el arte contemporáneo puede compararse en ocasiones con la creciente radicalización política y teórica del Artworld, solo para mostrar de qué modo la contradicción está a la orden del día. 
Así, cuando la crítica Claire Bishop utilizó las teorías de antagonismo y democracia radical de Chantal Mouffe y
Ernesto Laclau para desacreditar a algunos artistas adscritos (involuntariamente) a la denominada “Estética
relacional” (entre ellos el propio Gillick), en un texto infame del que la propia autora se retractó tiempo después
(“Antagonism and Relational Aesthetics”, October 110, 2004), no podía prever que la propia Mouffe acabara
escribiendo sobre el propio Gillick en un libro consagrado a analizar la recepción de su trabajo.[2] Pero además,
Gillick es de los pocos artistas contemporáneos que ha sido objeto de una valoración crítica en un medio de un
“prestigio” de izquierdas tan poco sospechoso como New Left Review (ver Marcus Verhagen, “Plexiglás
conceptual” en NLR # 46, 2007).[3] La última de las sorpresas recientes de este intercambio
entre arte y teoría en el seno de la izquierda ha venido con en un correo reciente de promoción recibido a propósito
de la publicación del nuevo libro de Jacques Ranciére Staging the People; the Proletarian and its Double, Verso,
2011, donde en la lista de “praises” aparece este “In the face of impossible attempts to proceed with progressive
ideals within the terms of postmodernist discourse, Rancière shows a way out of the malaise” – Liam Gillick. Pero
como quien no quiere la cosa, además de Zizek, Badiou, The Guardian y Paris-Match (¿?), el otro
nombre de artista que sirve para legitimar el nuevo libro de Ranciére no es otro que Thomas Hirschhorn, el
oponente o antagonista par excellence de Gillick en aquel otro ensayo de Bishop. Alguien podría entonces
argumentar que esta relación de nombres lanzada aquí no es meramente legitimadora, sino que en muchas de
estas 
propuestas se da una visión crítica (del artista y su obra), como ocurre en el caso de Verhagen. Es, una vez más, que las ambivalencias empiezan a funcionar, de la misma manera que las ambivalencias del capitalismo hicieron a Marx elogiarlo –como el sistema social más dinámico, revolucionario y transgresor conocido en la historia- a la vez que a denunciarlo y temerlo. En en esta tesitura, de sí y no al mismo tiempo, o de contradicción, donde más bien se debe situar al propio Gillick, precisamente porque es en esa indecidibilidad donde él mismo sitúa su modo de enunciación. Es en ese espacio, además, donde surge la posibilidad de una crítica dialéctica.

Liam Gillick, "Salumi" Black, 2010, reproducción de la factoría de Tout va bien, (1972) de
Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin, utilizada para el video Everything Goes Good, 2008. 























Valga todo este metacomentario como un simple botón de las relaciones incestuosas,
a veces armoniosas y otras no, de la práctica material del arte con el ámbito de la teoría en el
seno de la izquierda (académica). Es también pertinente que Gillick mencione el “discurso
posmoderno”, pues en otro lugar he intentado leer su propia obra en una clave que podría
parecer herética a oídos de muchos, más como una antinomía que contradicción: marxismo
posmoderno.[4] Pero además, otra nueva línea de análisis surgiría prestando atención no ya a la
forma o la estética o la apariencia del arte realizado por el artista (incluyendo su escritura)
sino fijándonos en esa otra forma más difícil de aprehender (y que remite directamente a
Adorno que es la forma del pensamiento. En este sentido, y en relación a Gillick, es la figura
de Adorno la que sobrevuela por encima de su pensamiento, ahí donde la insistencia
adorniana sobre la presencia de las formas del sistema capitalista en esferas que le son
presuntamente ajenas (como la filosofía o el arte) se vuelve adecuada para el momento
histórico en que, finalmente, la producción estética se integra de manera definitiva en la
producción general de bienes. Es entonces que conceptos como resistencia, autonomía y
utopía resuenan con fuerza, como lo hacen, por cuenta propia, en la figura de Liam Gillick.
Por esto y mucho más, Gillick importa.



[1] Hasta el momento son tres los ensayos que he escrito sobre Liam Gillick en la última década; Coca-Cola y Blody Mary, 2000, (Artszin), “La poética de las formas sociales” (en Liam Gillick, McNamara Motel, CAC Málaga, 2005), y “Elusive Social Forms (en Meaning Liam Gillick, MIT Press, 2009).
[2] Ver Chantal Mouffe, “Politics and Artistic Practices in Post-Utopian Times”, en Meaning Liam Gillick, MIT Press, 2009, pp. 92- 101. A este respecto, debemos recordar otros textos de Mouffe sobre artistas relacionados con la “estética relacional”, como el escrito sobre Carsten Höller en Parkett, Vol. 77. Por otra parte, el reader sobre Gillick contiene el texto “On the Crisis: Finance (or Property Rights) versus Social Rights” de Maurizio Lazzarato.
[3] Texto reproducido posteriormente en Meaning Liam Gillick.
[4] Ver “Elusive Social Forms” en Meaning Liam Gillick. 

8/14/2011

¿Narrar o describir? ¿Realismo o naturalismo? ¿1848?


Nana, de Émile Zola (1880)


 En un memorable ensayo sobre las facultades del naturalismo y el formalismo Georg Lukács aborda esta pregunta: ¿Narrar o describir? A continuación, Lukács analiza dos escenas sacadas de dos libros donde se comparte una misma situación: carreras de caballos. En el primero, Nana (1880) de Zola, el escritor describe la carrera con virtuosismo, con una atención al detalle y una elaboración formal meticulosa y llena de vitalidad. Aún con toda su belleza plástica, la descripción es un simple relleno en la novela, y podría facilmente ser eliminada de la trama argumental si no fuera porque pasajes como este son los que definen la esencia del libro y la literatura de Zola. En el segundo libro, Anna Karenina (1877) de Tolstoi, la carrera representa la crisis de los protagonistas de una manera dramática. Ya no es un simple tableau o decorado, sino representa un momento dramático que hace bascular toda la narración. Para Lukács, el libro de Zola describe desde el punto de un observador ajeno a la acción mientras que el de Tolstoi narra desde la perspectiva del participante. Mientras que Zola se concentra en una escena, detallando y sacando de ella las más pequeñas esencias que la religuen con el mundo, Tolstoi no describe una “cosa” (una carrera de caballos), sino que cuenta las vicisitudes y el drama de los seres humanos. Cada una de estas formas de ficción en la literatura pueden llevarnos a identificar diferentes cambios en las estructuras de la sociedad: la diferencia entre la novela realista y el naturalismo se juega entre el narrar y el describir. De la primera se desprende la experiencia: “En Scott, Balzac y Tolstoi nos enteramos de acontecimientos que son significativos como tales por el destino de las personas que participan en ellos, por lo que significan las personas, en el rico despliegue de su vida humana, para la vida de la sociedad. Somos el público de acontecimientos en los que participan los personajes de las novelas. Vivimos esos acontecimientos”.[1] De la segunda se desprende nuestra posición de observadores privilegiados. “En Flaubert y Zola, los personajes mismos no son más que espectadores más o menos interesados de acontecimientos. De ahí que estos se conviertan para el lector en un cuadro o, mejor dicho, en una serie de cuadros. Contemplamos esos cuadros”.[2]

Sin embargo, Lukács se protege de no establecer reglas o corsés demasiado rígidos: “No hay con seguridad escritor alguno que no describa en absoluto. Y tampoco puede afirmarse de los representantes del realismo de la época posterior a 1848, de Flaubert y Zola, que no narren en absoluto. Lo que importa son los principios de la composición, y no el fantasma de un ‘fenómeno puro’ del narrar o el describir. Lo que importa es cómo y por qué la descripción, que originariamente fue uno de los numerosos medios de la plasmación épica –y un medio subordinado además– se convierte en principio decisivo de la composición. Ya que con esto cambia la descripción fundamentalmente su carácter, su misión en la composición épica”.[3] El mérito de Lukács está en rastrear una serie de cambios paradigmáticos en las nuevas modalidades de manifestación de la vida social, en la que la fecha de 1848 permanece como frontera. Ese año tuvieron lugar las revoluciones que se expandieron rápidamente por Europa y que enfrentaron a la clase liberal contra el Estado absolutista en medio de la industrialización, la expansión del capitalismo y las primeras manifestaciones de organización de la clase obrera. Lukács establece una división entre los escritores como Balzac, Stendhal, Dickens y Tolstoi que plasman la sociedad burguesa constituyéndose definititivamente en escritores  a través de grandes crisis de carácter social y económico. Estos participaron en el parto de las revoluciones y se implicaron en la administración y las instituciones. Eran eruditos e intelectuales que participaban activamente en las luchas sociales de su época haciéndose escritores a partir de esas experiencias. Eran, de alguna manera, artistas del Renacimiento y la Ilustración en vez de “especialistas” en el sentido de la división capitalista del trabajo.

La otra clase de escritores son Flaubert y Zola, quienes comienzan su actividad “profesional” solo después de 1848, en mitad de una sociedad burguesa y liberal ya constituida. Sin embargo, no comparten activamente la vida de esa misma sociedad, lo que los sitúa en una posición de observadores críticos con la emergente sociedad capitalista. Su rechazo al rumbo tomado por la sociedad los situaba en la oposición, arrojándolos al aislamiento. Pero es en este alejamiento de la sociedad donde devienen en escritores en el sentido exclusivamente profesional, esto es, en el sentido de la división capitalista del trabajo. Ellos son, especialmente, observadores privilegiados y el libro es ahora una mercancía. El escritor, por su parte, condicionado casi siempre a necesidades de orden material, se debe a esta mercancía. Entre el narrar y el describir se juegan estas divisiones de tipo social y económico. Pero la grandeza literaria de Flaubert y Zola está en que llevaron el refinamiento literario demasiado lejos. El propio Lukács es, en este sentido, también demasiado grande, pues como nunca nadie antes religa incomparablemente las formas surgidas en la literatura a los procesos sociales y económicos concretos, abriendo de paso una brecha en la crítica literaria marxista. Escribe: “Los nuevos estilos y las nuevas modalidades de exposición no surgen de una dialéctica inamanente de las formas artísticas, aunque arranquen siempre de las formas y los estilos anteriores. Todo nuevo estilo surge con necesidad social-histórica de la vida, es el producto necesario de la evolución social (…) Así pues, convivir y observar constituyen comportamientos socialmente necesarios de los escritores de dos periodos del capitalismo, y la narración y la descripción son los dos métodos de exposición fundamentales de estos periodos”.[4] Pero además, la descripción como forma dominante se origina como un hecho objetivo del desarrollo del capitalismo en un periodo en el que por motivos sociales se pierde lo más importante de la composición épica. De este modo, la descripción es un sustituto del significado épico que históricamente se ha perdido.

Pero lo que aquí importa no es historizar las formas literarias de siglos pasados sino más bien leer esos fenómenos a la luz de las formas que dominan actualmente tanto la literatura como la llamada crítica “especializada”. ¿Una crítica que narra contra otra que describe? Sería tensar demasiado las relaciones trans-históricas. En realidad es muy difícil establecer esta clase de comparativas con la literatura actual, y mucho más difícil analizar el papel de la descripción en la crítica de arte, aunque a nadie se le escapa que ésta, la descripción, sigue gozando de buena salud, pues lo que muchas veces la crítica hace es resumir los contenidos y dárselos a un espectador que por mucha descripción que haya, si no ha visto la exposición de turno, de poco le puede servir pues no hay descripción dentro de las reseñas que sustituyan a la experiencia vivida. Obviamente la especialización del crítico recuerda a la del escritor de después de 1848, es decir, a la división del trabajo típica de una sociedad capitalista. Aunque afirmar esto en tiempos en los que el canto de la muerte de la crítica ha sido entonado alto es poco menos que un ejercicio de optimismo. En cualquier caso, Lukács nos sirve, aquí y en otras muchas ocasiones, solo para recordarnos la naturaleza histórica, social y política de unas formas que nunca surgen por azar, sino que son siempre productos de otras transformaciones en el aparato de producción al estar estrechamente relacionadas con los cambios dentro de la sociedad. Y esto es ya mucho.




[1] Georg Lukács, “¿Narrar o describir?”, en Problemas del realismo, Fondo de Cultura Económica, México, Buenos Aires, 1966, p. 177. (“Narrate or Describe?”, Georg Lukács, Critic and Writer, Merlin Press, Londres, 1978.)
[2] Ibid., p. 177.
[3] Ibid., p. 177.
[4] Ibid., p. 180. 

Anna Karenina, Leon Tolstoi, (1877)





Liam Gillick, 1848!!!, exposición en Esther Schipper, Berlin (2010) 



8/12/2011

Pop Político:Una introducción a la cuestión (online reader)

McCarthy





"Pop político" tiene su texto completo, en la revista "Del 11 al 21" Centro de Arte Contemporáneo de Sevilla: 



http://issuu.com/caac/docs/de11a21_n.2_esp


English: "Political Pop"


http://issuu.com/caac/docs/11to21_n.2_ing

8/07/2011

Cine y posmodernismo: sobre 'Zodiac' y 'Todos los hombres del presidente'

Fotograma de Zodiac (2007) de David Fincher. Esta es una escena citacionista y la chapa Nixon lo deja bien claro


No sorprenderá a casi nadie que cierto cine realizado desde dentro de la industria cinematográfica pueda leerse sismográficamente sobre el orden o desorden del actual sistema socio-económico. La capacidad de una película para detallar situaciones, o representar este sistema-mundo de manera adecuada, residiría no tanto en la verosimilitud de su argumento, el trabajo con los intérpretes o la puesta en escena (mucho menos ateniéndose a los criterios de “buen” o “mal” cine) sino más bien en la abstracción que ejerce sobre una multitud de niveles de forma y significado. Las películas de David Fincher no tienen todavía la distancia histórica suficiente como para ser consideradas como “obra”, a pesar de las simpatías y admiración que su cine provoca y que, película tras película, va afianzándose en esa categoría de autor dentro de la industria más mainstream. Existen una serie de rasgos compartidos en muchos de sus filmes que inequivocamente sitúan su cine dentro de la más estricta actualidad. Sin duda, Zodiac (2007) constituye la columna vertebral sobre la que erigir un análisis de algunas de las posibilidades del cine de entretenimiento (aunque lo que uno desea aquí es hablar de esta película erradicando por completo aquello que desde el sector de la crítica cinematográfica se considera criterio de calidad o excelencia). Conviene, más bien, abrir los significados latentes en este filme a otra serie de discursos, y leerlo paralelamente con algunos de los síntomas de la producción cultural en el posmodernismo. 

Escena; investigación (research) y persistencia
 
Zodiac es cine negro, thriller y cine periodístico a la vez que juega a reinventar esos mismos géneros; la trama gira alrededor del asesino que en 1969 sembró el pánico en la Costa Oeste californiana con una serie de crímenes y que se hizo llamar Zodiac a partir de unas cartas y criptogramas enviadas al periódico San Francisco Chronicle. La estructura de la historia es tan intrincada como la narración es fluida. El espectador se prepara para contemplar una película de género, entretenida, pero ocurre que el guión no gira tanto sobre Zodiac sino más bien sobre las personas que intentaron descifrar su identidad, de manera que el argumento gira hacia la búsqueda obsesiva y en la frustración a lo largo de varias décadas de esas mismas personas. Es relevante el que nunca quedara aclarada la identidad del asesino y que, después de décadas en que el caso quedara archivado, la propia película lo reactivara de alguna forma. El filme se concentra en la figura del periodista del San Francisco Chronicle Paul Avery (Robert Downey Jr.), el caricaturista político Robert Graysmith (Jake Gyllenhaal) y el detective Dave Toschi (Mark Ruffalo). Relevancia especial tiene Graysmith, quién de ser dibujante en el periódico a finales de 1960 y comienzos de 1970 pasó a escribir y a publicar el libro sobre Zodiac, al ser quién más lejos llevó su obsesión investigativa por resolver un caso que pasó del fenómeno mediático al archivo de la memoria colectiva (si no al olvido).

Zodiac es una película de ficción sobre hechos que no son ficticios, de ahí que la fórmula “basado en hechos reales” se convierta en sello de garantía (o verosimilitud). Sin embargo, la fidelidad de la reconstrucción histórica no va en detrimento del guión, sino más bien ocurre que éste (de manera parecida a su celebrada La red social, 2010) realiza el trabajo de manera autónoma. La complejidad comienza siempre ahí, en el guión. En este punto, la pregunta que surge es hasta qué grado la película no es un reenactment, esto es, una reproducción presente de un evento pasado con finalidades varias. Más allá de representar el pasado, la película indaga en la imposibilidad de reconstruir ese mismo pasado, que deviene en un puzzle gigantesco de archivos, documentos, criptogramas y recortes de prensa que de por sí conforman una maraña a desentrañar (y la tela de araña deviene aquí en una metáfora de la propia labor detectivesca como criminal, a la vez que la figura retórica de la espiral va tomando fuerza a medida que la trama avanza). Es esta la labor en la que se afana Graysmith, quién siendo dibujante o caricaturista, y gracias a sus habilidades para leer los códigos de la imagen y las diferentes capas de información, encuentra un absorbente caso en el que hacer de su curiosidad devoción. Así, vemos a Graysmith deviniendo en protagonista, surgiendo como una figura paralela o al margen (inmiscuyéndose en las reuniones de la plana mayor del periódico) hasta que su obstinada “pasión” pasa a ser el centro de atención. De este modo, el tiempo histórico va corriendo, desde los hechos del 4 de Julio de 1969 hasta nuestro presente.

Estéticamente, Zodiac es un fresco histórico que refleja una representación estereotipada (superconsciente) del estilo retro de los sesenta (el color mostaza de las paredes del periódico haciendo juego con el marrón chocolate o el cálido laminado de madera) aunque más que la lograda patina lo que Fincher incorpora con gran acierto es un sensación atmosférica envolvente (¿marrones de nicotina?) muy de acuerdo con aquello que quiere narrar. Esta cualidad atmosférica es una constante en su cine, basta recordar el ambiente humeante y mojado que rodeaba a Seven (1995) y que hacía añadía una carga dramática a un de por sí tensionado terrorífico guión, por no mencionar las incursiones de diseño gráfico en los títulos de este filme, realizados como con cuchillas de afeitar y que tanto marcaron a otras secuelas dentro del género.

Poster de Zodiac
Algo de todo esto hace de Zodiac un caramelo envenenado, pues las espectativas del género se van transformando en la medida que la exigencia sobre el espectador se acrecienta; esta demanda interpretativa no cede a una resolución satisfactoria o de acuerdo con el deseo inconsciente del espectador (y no me refiero a que el verdadero Zodiac sea por fin desenmascarado), sino más bien a las pasiones escondidas en la audiencia, su asimilación de las claves ocultas dentro de los géneros (clichés y estereotipos con los que cargamos de manera más o menos consciente o inconsciente). La brutalidad emocional está presente, también, en Zodiac, como lo está en El club de la lucha o en La red social, si bien aquí es más cerebral. Pero lo que ahora toca es intentar desvelar por qué Zodiac puede servirnos – en nuestro periodo posmoderno- y cómo y por qué este juego con las convenciones del género, el thriller, genre noir o las películas de serial killers, se deconstruye por sí solo al precio de elaborar un nuevo artefacto que ya no habla por completo de aquello que se le presupone (la trama que hemos esbozado más arriba); más bien, lo que se trata es capturar el inconsciente político de la película y que, en el posmodernismo, tiene en la decodificación e interpretación de los signos su particular piedra de toque. El énfasis en la interpretación, desciframiento y lectura de la escritura de Zodiac deviene en una tarea de propio derecho, como si la trama pasara de centrarse en los rasgos del género (cinematográfico), es decir, su forma, en la dificultad que en la posmodernidad existe para leer linealmente cualquier sucesión de signos contemporáneos, convertidos estos en un mar de diferentes niveles de profundidad que continuamente nos demandan, a nosotros, sus lectores, una incesante y cada vez nueva relectura, decodificación y desciframiento. Así en Zodiac, la autoridad del grafólogo que determina si la escritura pertenece a Zodiac o no, si escribe con la derecha o con la izquierda, o si el sujeto es ambidiestro, pasa de estar en el centro del dominio de la ley y la legitimación, a no ser ya sino un mero estorbo que no dictamina practicamente nada (de hecho se dice al final que el grafólogo le ha dado por la bebida). Esta imposibilidad para la lectura de los códigos y signos puede entonces verse de manera alegórica, de forma que podemos de alguna manera desechar por completo el pretendido asunto del filme, como si de un McGuffin hichtcokiano se tratara, para concentrarnos en una nueva narración que tiene en la persistencia uno de sus principales temas.

Grafología como interpretación, ¿posmodernismo?

La persistencia, el no bajar la guardia, la búsqueda continua e infinita y, en última instancia, la investigación. Es entonces que ese género policíaco un tanto caduco, el cine de detectives (donde Sherlock Holmes sigue siendo siempre un referente ineludible) queda renovado gracias a una labor que ya ni siquiera queda en manos de la policía. Poniendo a un periodista primero, y a un dibujante después (un ser anónimo, normal, un anti-héroe, un padre de familia divorciado con hijos a su cargo y en medio de una nueva relación sentimental) la figura del “detective” contemporáneo nos devuelve la esperanza sobre las posibilidades de desciframiento de los rasgos más acusados de ese sistema-mundo imposible de representar en su totalidad. Obviamente, estos dos nuevos detectives amateurs en la película funcionan en contraposición al inspector Toschi y su colega, como si estos estuvieran atrapados por la lentitud y burocracia de un sistema-Estado que se ve incapaz de gestionar, esto es, decodificar las pistas que Zodiac les ha servido fría y calculadamente. Así, siempre dentro de la alegoría, el régimen policía-Estado representa ese mismo fracaso para comprender las implicaciones subjetivas o el laberinto (ya convertido en atolladero y callejón sin salida) en el que se ha convertido el caso, mientras que una resolución parcial pero prolongada en el tiempo queda en manos de dos sujetos marcados por la subjetividad más radical, el periodista díscolo, inconformista y polémico, y el tímido y discreto dibujante (artista). Deberíamos ahora, quizás, preguntarnos sobre la actualidad de la novela negra y el por qué del éxito de escritores como Henning Mankell (y su inspector Wallander) o también Stieg Larsson (con su heroína Lisbeth Salander), aunque lo que haremos será profundizar en otras dimensiones de la película que permanecen semienterradas bajo capas de sobreconsciencia típicamente posmodernas, pues Zodiac es, además, citacionista.

Su referente más claro no está en el thriller detectivesco sino en esa clase de thriller de conspiración que es Todos los hombres del presidente (All the President’s Man), (1976), de Alan J. Pakula, película alrededor del caso Watergate que acabó con la dimisión del presidente norteamericano Richard Nixon en 1974. Resulta entonces que el par de Zodiac  se encuentra en una clase de cine político sin crimen de por medio. Este cine de conspiración, o cine político, se inspiró en ese periodo del género negro. Se le debe a Pakula el haber desarrollado un cine político y de suspense desde una óptica crítica contra el sistema estadounidense que en la década de los setenta sintió un temblor colectivo e inconsciente de temores conspiranoicos y paranoia (por otra parte muy similar a la actual situación global). No sorprende pues que, en ese periodo, el género de la conspiranoia esté en boga. Tres filmes de ese momento destacan en su filmografía; Klute (1971), El último testigo (The Parallax View(1974) y esta Todos los hombres del presidente.

Existen una serie de relaciones formales entre las dos películas que nos ocupan que son fáciles de trazar; desde la reconstrucción de los periódicos en Hollywood, el San Francisco Chronicle al Washington Post de Todos los hombres del presidente; el periodismo como lugar de la centralidad social (y política); los pares de actores asociados en lo que es un rasgo del género detectivesco, Robert Downey Jr y Jake Gyllenhaal por un lado, y Robert Redford y Dustin Hoffman por el otro; ambas películas se han basado en hechos reales y en personas de carne y hueso; la persistencia de la investigación como cualidad; y más definitoriamente el que ambas son películas “habladas”, esto es, aquello que antes decía con respecto al predominio del guión es más bien una dominancia absoluta del diálogo, del arte de la conversación. En el filme de Pakula, las conversaciones telefónicas lo son todo, y aquello que comienza con un robo en el edificio del Watergate va desenrredándose hasta alcanzar a las más altas cotas del poder, en lo que parece ser un combate entre dos fuerzas; los dos periodistas Bod Woodward (Redford) y Carl Bernstein (Hoffman) y por extensión el Washington Post, en representación de la sociedad civil, contra los funcionarios de la Casa Blanca, o el Estado.
Hoffman y Redford en Todos los hombres del presidente, (1976) 
Alan J. Pakula

Pero las conversaciones, y las escenas donde aparecen teléfonos, funcionan al unísono con toda una tecnología que hoy en día nos puede parecer anacrónica, por no mencionar que el talento interpretativo de Woodward y Bernstein pasa por notas anotadas en servilletas, block de notas, textos mecanografiados y cualesquiera sean los mecanismos de registro de información necesarios para completar la labor descifradora. Así, aquello que en Zodiac permanecía alegorizado (la interpretación del sistema-mundo y la jungla semiótica) es aquí todavía mucho más palpable.

Por ejemplo, una escena clave en Zodiac es aquella en la que un agente de policía le dice por teléfono a Graysmith que no tienen telefax, que tendrá que enviar su material por correo ordinario. Esto tiene en el filme un tinte un tanto paródico, pues se sabe que fue esta falta de coordinación entre policías de distintas jurisdicciones lo que hizo que el caso-Zodiac no se resolviese. Pero además el telefax sirve como elemento de periodización dentro de la película, pues es precisamente en 1974 donde se sitúa el comienzo del fax. Aunque en el caso de Pakula, la tecnología empleada es la de su propio tiempo, 1976, sólo dos años después de la dimisión de Nixon, y lo que llama la atención a nuestros ojos es el proceso manual y analógico de casi todos los datos que se recogen, y que tiene en la escena del chequeo de las fichas en la Biblioteca del Congreso un mágico momento benjaminiano, algo que, por otra parte, nos recuerda que podemos representar lo contemporáneo de la forma más adecuada por medio de lo que está justo pasado de moda o en proceso de obsolescencia histórica.

Hoffman (Bernstein) y Redford (Woodward) en el Washington Post

Pero en una lectura histórica tanto Zodiac como Todos los hombres del presidente (película esta de lectura obligada en las facultades de periodismo) nos recuerdan a cosas recientes, o nos hacen pensar en hechos recientes que corren el riesgo de caer en el rápido olvido o ser parte de una moda pasajera dentro del continuo presente en el que estamos inmersos, y no me refiero sino a todo el escándalo de Wikileaks, el cual puede verse como una prolongación de una clase de periodismo anteriormente analógico y ahora inscrito en la velocidad de la transmisión simultánea y el cibercapital global. En efecto, Todos los hombres del presidente refleja una situación donde las formas de correspondencia arcaicas todavía tenían la capacidad de alterar el rumbo de los acontecimientos políticos, o situarlos en el limbo (como en Zodiac), mientras que la inmediatez del actual sistema informático global sitúa a propios periódicos en una crisis ontológica sobre su propia motivación a la hora de intervenir, denunciar y criticar los abusos del poder y del Estado. Resulta interesante que el propio Fincher haya abordado este asunto, el de la interconectividad y la idea del capital financiero que se desprende del sistema-red en su reciente La red social, mientras que cualquier versión actualizada de la conspiranoia pasaría no ya por el arte conversacional del teléfono (a lo Pakula) sino en la escritura entrecortada y la densidad del flujo comunicacional de internet. Lo que se podemos entender de esto es dónde queda situado la idea misma de espacio público y esfera pública en unos tiempos en los que que la corrupción a escala planetaria no tiene apenas consecuencias políticas, por no hablar de la obsolescencia en la quedan los periódicos actuales, convertidos en simples transmisores (pues han llegado demasiado tarde) de los hallazgos de una organización o ¿un periodista de otro tiempo “armado” con nuevas herramientas, un activista de la información o un simple amateur persistente? ¿Quizás un periodista de la era de La red social? ¿Dónde queda en esta coyuntura el periódico y el periodista “tradicional”? Mientras tanto, la historia de Julian Assange espera el margen de tiempo prudente (o necesario) para ser llevada al cine, y suerte tendría el australiano de contar con el talento de alguien que se acerque a un Fincher o un Pakula.

Tiempo muerto en el periódico, o simplemente la calma antes del hallazgo.







Esta cuestión del espacio social es relevante, pues resulta definitoria de una configuración del espacio posmoderno que comienza a adquirir nuevas tipologías precisamente en la década de los setenta, y no solo con la superación del brutalismo y los epígonos del modernismo tardío y la entronización de la arquitectura posmoderna. Este espacio social es donde la conspiración y la paranoia acontecen, la espacialización rampante de las tramas de Estado y las corporaciones multinacionales. En este sentido, hay pocas películas más arquitecturales que Todos los hombres del presidente; desde los zooms hacía atrás que van desde los personajes a la inmensidad de los edificios gubernamentales o la gran ciudad, hasta los parkings nocturnos deshabitados, o esas escaleras que comunican el parking con la calle, por no hablar de la reconstrucción del interior del periódico (volveré en breve sobre esto). Quizás la escena suprema de todo el filme es aquella que representa la paranoia del protagonista, o cuando Bob Woodward se siente perseguido después del encuentro con Garganta Profunda en el aparcamiento (a quién en la versión doblada, misteriosamente, se refieren como el ronco). Esa escena muestra la semiótica oculta del espacio posmoderno; un espacio atravesado por diferentes fuerzas sociales y económicas, sometido a la entropía, donde los sujetos están rodeados de un entorno urbano alienante e individualizador. No por casualidad que esta escena tenga la capacidad de recordar las fotografías de Jeff Wall, en sus comienzos, cuando la digitalización de la fotografía todavía no permitía sus posteriores invenciones técnicas, y la relación de los sujetos con el espacio urbano tiene una profunda carga psicológica, enfatizada por “microgestos”. Pero además, estos “microgestos” son en Todos los hombres del presidente lugar de enunciación, y las figuras de Redford y Hoffman están contruídas alrededor de toda una gestualidad.




Poster de la artista Sarah Morris, 2010, a partir del cartel de The Parallax View
(El último testigo) (1974) de Alan J. Pakula.

La semiótica del espacio construido que es la oficina del Washington Post aporta además datos sobre ese mismo estado del capital, pues el gran espacio abierto del periódico, sin divisiones, mamparas o separaciones entre los trabajadores es un buen ejemplo de la arquitectura corporativa aplicada a las empresas, pero donde sobre todo sobresale la iluminación; luz blanca proveniente del techo en una estructura geométrica a base de plexiglás que convierte el periódico en un gigantesco plató donde dramatizar el acceso a las útimas noticias y donde Hoffman puede dar rienda suelta a su nerviosismo congénito en carreras que van desde un extremo al otro. La arquitectura interior es sinónimo de la cuadricula (grid) que tanto marcará la arquitectura corporativa de ese mismo periodo - véase por ejemplo el motivo  gráfico de Saul Bass en los títulos de North by Northwest (Con la muerte en los talones) (1959) de Hichtcock. La luz fluorescente en el espacio del periódico significa la transparencia, la verdad, mientras que la escogida paleta de colores para el mobiliario (azul, amarillo, verde, rojo) solo introduce una vena de modernismo estético en el interior de un espacio posmoderno. 


Zodiac y Todos los hombres del presidente son dos filmes que, aunque realizados en el plazo de treinta años, deben servirnos como ejemplos de una ética de la persistencia. En nuestro actual mundo posmoderno, todos somos detectives. Podría incluso llegar a decir que la figura que mejor ocupa la posición del detective contemporáneo es el crítico. Podría parecer que el crítico, como el detective, se siente investido por una misión a la vez epistemológica y salvadora. Pero si en la novela negra tradicional el detective tenía un punto de vista privilegiado, pues encontraba la distancia con respecto al objeto (el crimen había sido anterior) y tenía la tarea de reconstruirlo, hoy en día esta distancia crítica con respecto al mundo parece abolida por completo, de manera que el mundo-objeto y su representación coinciden de manera que intentar comprenderlo supone implicarse en la misma producción de sentido.

Esta abolición de la distancia en el mundo posmoderno lleva a preguntarnos por las maneras en las cuales tenemos acceso a un pasado que es únicamente accesible a partir de sus fragmentos. “Para el detective, el Grübler de Benjamin cavilando con melancolía saturniana sobre las cosas e interpretando sus mensajes fragmentarios, alegóricos – el mensaje del fragmento en el capitalismo tardío siempre es la totalidad misma y el sistema mundial-, lo visual alcanza una primacía realmente congenial con el desarrollo del cine como medio (según demuestran las construcciones pivotantes de Hitchcock”, escribió Jameson en “La totalidad como conspiración”. La enfermedad del detective se parece entonces a la del intelectual (el crítico) que se afana en producir sentido ateniéndose a los más finos indicios, en un mundo donde ya no se le ofrece ninguna posición de exterioridad. Los personajes reales de Zodiac (Avery, Toschi y Graysmith) y Todos los hombres del presidente (Woodward y Bernstein) son definitivamente modelos de carne y hueso que hicieron de la persistencia el principal valor interpretativo, y como tal, un valor para comprender el mundo y la vida exteriores.


Cartel de promoción de la película de Pakula.