12/29/2011

Movimientos en la dialéctica

Los Embajadores, 1533, Hans Holbein.



¿En qué se diferencian el sentido de la ausencia y el sentido ausente? ¿Hasta que punto debería un artista comprender las implicaciones de sus hallazgos? Estas preguntas plantean no sólo la cuestión del cripticismo del arte sino las posibilidades de la recepción estética y sus espectativas. La experiencia del arte (sensitiva, táctil, visual) más allá de cualquier acumulación de información tiene que ver con los estados de alerta de la percepción, tensión constante, visión, conciencia y autoconciencia. A ello se le suma el lado cognitivo (y uno de los rasgos que la posmodernidad ha traído es la supremacía de lo cognitivo en cualquiera sea el campo estético, hasta el punto de encontrarnos dentro de eso que se viene llamando “capitalismo cognitivo”).
Pero la intensidad no puede suceder que desde un radical cuestionamiento de los procedimientos que conforman la propia actividad del arte que es a la vez experiencia y conocimiento. La misteriosa frase de Blanchot “Vigilar el sentido de la ausencia” de La escritura del desastre marcaría un estado de continua vigilia; el artista se afana en la búsqueda de unos resultados para al final del camino desvelarse que allí donde acaba la investigación no había nada, y que todo era un rodeo para mostrar lo verdaderamente importante: el proceso mismo de la búsqueda. El arte es siempre un ensayo (an essay), un intento donde la obra nunca es fruto de la inmediatez. A modo de proverbio chino, y a riesgo de sonar oracular, se podría decir que el arte es la senda de lo no-conocido que conduce a una forma de conocimiento. Ahí, la tensión entre las intenciones y los resultados permanece como una zona a la que el artista (cualquier artista) no tiene acceso directo (sino sólo indirectamente) pues además practicamente nunca existe una conexión lineal entre la primera (intención) y el posterior (resultado) sino un continuo trampear y trampearse donde el deseo, el inconsciente, el sueño y las pulsiones juegan una larga partida de ajedrez.
Aquí la sombra de Adorno vuelve a asomarse, quien insistiera implacablemente en la necesidad de las obras de arte modernas y el pensamiento de ser arduas, y él también, quien promulgara la atención en la materialidad de la poesía moderna y la densidad del lenguaje.

Apariencia y esencia, transcendencia e inmanencia, plenitud y ausencia, orden y desorden, unitario y fragmentario son pares conceptuales que a menudo la crítica utiliza para referirse a una misma obra convirtiendo la contradicción en una forma de adjetivación cargada de clichés.  Aún a pesar de la densa escritura generada por críticos y teóricos, algunos de estos pares algunos de los cuales remiten directamente a Hegel, y que deben recontextualizarse más como oposiciones binarias dispuestas a ser centrifugadas dentro de un sistema dialéctico que tiene en cualquier negación su punto de partida más que como meros receptáculos de un pensamiento binario. La dialéctica deviene entonces un método especulativo, más propio del alquimista que del científico, donde las contradicciones comienzan a interactuar ellas mismas casi de un modo químico. La herencia del hegelianismo en el marxismo dio lugar a debates encontrados durante el pasado siglo. Ahora que la dialéctica no está en la agenda siquiera de los movimientos anti-capitalistas, es preciso preguntarnos por un modo de pensamiento que destierre cualquier atisbo de dogmatismo allí donde cualquier lucha desde el margen o en contra de la hegemonía amenaza por osificarse convirtiéndose en algo tan pesado como aquello a lo que se enfrenta, y esto es lo que la dialéctica puede ofrecernos hoy en día. 

12/23/2011

Consumo


Existe la falsa creencia de que en sociedades organizadas de manera distinta a las nuestras, esto es, cuando el socialismo verdadero se convierta en realidad, el consumo será abolido o no tendrá razón de ser. Es sabido que la reproducción de la sociedad en cualquiera de sus formas necesita del intercambio de bienes para reproducirse, esto es, necesita del mercado, a no ser que pensemos en una forma de Estado todopoderoso y benefactor cuyos efectos devastadores el siglo XX ha sido testigo en distintos partes del Segundo y Tercer mundo. Ahora bien, entre consumo (y mercado) y “consumismo” (y libre mercado) hay un trecho que separa a los dos modos de producción históricamente antagónicos. Terry Eagleton señala repetidas veces en su libro (Por qué Marx tenía razón, Península, 2011) que el socialismo (esto es, un movimiento internacional y no solo limitado a unos pocos países aislados) solo podrá darse cuando la herencia del capitalismo (riqueza, bienestar y progreso) se usufructúe y se ponga al servicio de un nuevo modo de organización. Insiste en que para que se produzca el comunismo, antes tiene que haberse dado el capitalismo, pues solo desde una posición de riqueza económica se puede ensayar y aplicar la redistribución equitativa, pues el marxismo nació precisamente como estudio y análisis del capitalismo, preparándolo de paso para su inevitable relevo (proceso éste que puede llevar siglos). El modo de producción del esclavismo no se derribó en una noche, ni tampoco el feudalismo, etc.
Un modo de producción siempre precede a otro y a veces lo prepara para la jubilación: “Eso explica la ironía que se encierra en el corazón mismo de la concepción marxiana de la historia. La imagen de un orden capitalista dando a luz a su propio enterrador es propia del mejor humor negro”. (p. 159)
La historia de la Unión Soviética es de una vastedad y complejidad de difícil parangón. Es también un gran espejo donde mirar y aprender de la historia.
Eagleton detalla (sin ningún ápice de dogmatismo) que en condiciones de penuria económica, pobreza y aislamiento, el “experimento” solo puede estar abocado al fracaso o a la dictadura de un Estado que incapaz de gestionar los recursos económicos (y ante la escasez de capital) establece como única medida posible un férreo y tiránico control sobre los medios de producción. Se explica entonces con detalle los desesperados esfuerzos por organizar la miseria y sus consecuencias fatales.
Si Marx y Engels ya enumeraron en La ideología alemana las necesidades básicas de los seres humanos (afectos, alimentos, higiene, vestimenta) nada hace indicar que en un futuro organizado de otra manera ya no seguirá existiendo la necesidad del vestir (y es sabido que un buen par de zapatos es fundamental para poder caminar y sentirse a gusto). Nadie dice que la gente no querrá rodear su hábitat con sus objetos más queridos y tampoco nadie dice que el diseño no ocupará un papel privilegiado. Más bien al contrario. El “practicante cultural” Mark Fisher ha dicho al hilo de una conversación reciente que, “we need to reclaim concepts like ‘designer socialism’, arguing that a left-wing world would be one that was better designed and more alluring than capitalism!” (necesitamos reclamar conceptos como ‘diseñador socialismo’, argumentando que ¡un mundo de izquierdas sería uno mejor diseñado y más atractivo que el capitalismo! Algo parecido se pregunta continuamente Eagleton a lo largo de su libro sobre Marx: “¿Y si lo anticuado no fuera el marxismo sino el capitalismo en sí?”

12/21/2011

No time for love...

12/17/2011

EDITORIAL: Utopia reloaded





Utopia, de Tomás Moro



No vivimos en tiempos en los que la utopía esté demasiado valorada aunque ocasionalmente haga su aparición en la forma de una promesa de cómo podrían haber sido las cosas si esto o aquello no hubiera sucedido, etc. Cuando se la apela, es casi siempre en ficciones más o menos elaboradas que formatean una sociedad perfecta o idealizada. La utopía es, según estas definiciones corrientes, lo contrario a la realidad cotidiana o mejor, lo que no es real pero podría llegar a serlo. Todos reconoceremos que en el ámbito social y político vasco la utopía ha jugado y sigue jugando un rol preponderante; ahí donde la utopía puede entenderse como positiva y negativa al mismo tiempo y de un solo golpe. La utopía, sin embargo, pivota tanto sobre el futuro como sobre cómo resolver la mayoría de los conflictos alrededor de la convivencia colectiva. La utopía gira sobre el cómo vivir juntos, la colectividad, la comunidad. La utopía tiene que ver con el destino colectivo de distintos grupos identitarios que se piensan conviviendo juntos: la imaginación utópica no es en este sentido la realización de esta o aquella idea política, sino más bien el mantenimiento de la esperanza, de la capacidad de que esta o aquella realización pueda ser imaginada. Jameson señala que ya no nos sirve la imaginación del futuro (sea éste utópico o distópico) sino que la crisis actual señala una dificultad para la capacidad imaginativa misma. El cierre del sistema derechista siempre carga contra la utopía como idealista, irrealizable y demás, y haciéndolo no se carga la utopía sino la capacidad de imaginar siquiera alternativas al orden actual. Los distintos nacionalismos (en el caso vasco es primordial) centran su conflicto interno sobre esta fuerza centrífuga de la satisfacción del deseo colectivo. Pero una de las cosas que Jameson apunta es que el cumplimiento del deseo es imaginario, es decir, el deseo no se realiza, y para demostrarlo nada como recurrir a los cuentos de hadas y su lógica del wish-fulfillment. “Hoy la idea es que una utopía propiamente no tiene que representar una sociedad perfecta sino que presenta el acto de imaginar una sociedad perfecta (…) representa el deseo utópico en lugar del cumplimiento de la utopía. Y esto ocurre en un tipo de sociedad en el que nos podemos encontrar con distintos grupos en busca de distintos tipos de utopía”.[1] Estas palabras resuenan con más fuerza más que nunca en nuestra actual coyuntura política.

Pero además, la utopía contiene sus propios géneros y herramientas; es consustancial a la futurología no solo predecir el mañana sino dotarse de los mecanismos para modelarla. A las sociedades basadas en la planificación se oponen esas otras organizadas alrededor de la especulación. Las primeras se asocian con el socialismo mientras que las segundas obviamente esconden el modo capitalista de organización. Plan y escenario. La elaboración de escenarios (scenarios) algo habitual en economía y en política, y es la técnica principal de lo que se ha venido llamando como Estrategia Prospectivista. Consiste en una reflexión previa que, al tiempo que se anticipa a la acción, también la prepara. Un escenario es un conjunto formado por la descripción de una situación futura y del camino de los acontecimientos que permiten pasar de la situación de origen a la situación futura. La idea de que debido a que alguna gente imaginó alguna vez un futuro, ahora tenemos este presente. A partir de este momento, el futuro no se explica únicamente por el pasado y las imágenes que tengamos del futuro necesitarán un guión que nos conduzca desde el presente hasta el futuro. Pero en contra con la creencia habitual, fruto de la propagando, no es marxismo sino el capitalismo el que comercia con futuros y, paradójicamente extiende la falsa percepción de un “presente continuo”. “Podríamos considerar que la función política de la utopía consiste en interrumpir y/o romper nuestras ideas heredadas respecto al futuro: romper ese futuro prefabricado.” (Jameson) La pregunta que debemos hacernos es: ¿qué ocurre en el instante en el que se da una crisis en la imaginación? La necesidad de un género como la ciencia ficción viene a socorrernos entonces. La distinción entre ciencia ficción y utopía, y entre estas y el pensamiento de scenarios debe realizarse, si bien muchas veces la cultura de masas proporciona artefactos semióticos de una complejidad alegórica donde las tres se entremezclan. ¿Cuál es la misión en todo esto de esa fábrica de los sueños llamada Hollywood? Controlar el futuro es una prioridad de gobiernos y emporios corporativos multinacionales. En un libro muy recomendable de reciente aparición Eagleton refuta una por una 10 objeciones que se plantean más habitualmente contra la obra de Marx. A propósito de la utopía escribe: “Son muchos los futuros diferentes que están implícitos en el presente, y algunos de ellos resultan mucho menos atractivos que otros. Ver el futuro de este modo es, entre otras cosas, una salvaguardia frente a las falsas imágenes del mismo. Significa un rechazo, por ejemplo, a la visión ‘evolucionista’ complaciente que entiende el futuro como más del presente, es decir, como una especie de presente ampliado. Así es, en general, cómo a nuestros gobernantes les gusta ver nuestro porvenir: mejor que lo actual, sí, aunque cómodamente instalado en una especie de continuo con él. Las sorpresas desagradables se reducirán al máximo. No habrá traumas y cataclismos; solamente un mejoramiento constante con respecto a lo que ya tenemos. Esta visión era conocida hasta hace poco como la del ‘fin de la historia’, justo antes de que los islamistas radicales tuvieran el feo detalle de reanudar la historia de nuevo”.[2] Los intentos desesperados por buscar denominación a nuestro presente, en su vano intento de enterrar el posmodernismo, es el síntoma inequívoco de que nuestro perpetuo, continuo presente, está sólidamente instalado en nuestras conciencias.


[1] Algunas de estas reflexiones fueron realizadas en la librería La Central del Museo Nacional Reina Sofia de Madrid el 24 de Noviembre de 2005 durante la presentación de su libro Archaeologies of the Future: the Desire called Utopia and other Science Fictions (Verso), posteriormente publicado en castellano por Akal.
[2] Terry Eagleton, Por qué Marx tenía razón, ed. Península, 2011, Barcelona, p. 79.

12/11/2011

Edición versus comisariado

Puedo recordar un artículo de Robert Storr en la revista Frieze donde éste realiza una crítica de la actual configuración de la figura del comisario como un nuevo auteur cuya autoridad sobrevuela por encima de las exposiciones y, de manera un tanto contingente, por encima de las obras y los artistas. A continuación, se pregunta si las artes visuales no estarían mejor servidas si los comisarios se modelaran a sí mismos como editores. Escribe: “He visto mi responsabilidad siendo parecida a aquella de un buen editor literario, quien podría justamente sentir orgullo en la capacidad de localización y fomento de realizaciones, pero quien de otro modo está contento de funcionar como el sondeador y respetuoso ‘primer lector’ de la obra o manuscrito –actuando así en nombre de todos los futuros lectores- y se muestra poco inclinado a intervenir en el proceso del escritor excepto en ese punto necesario donde extraer lo mejor que de él de manera que el subsiguiente diálogo entre la obra y el público sea el más elevado y abierto posible”. [1]

La modestia del editor (en la “modesta propuesta” de Storr) es aprovechable para el sistema curatorial actual, parece querer decir. Esta idea del “first reader” de la obra de arte es atractiva y contemporánea a la vez. El editor, como el comisario, “acompañan” a la obra literaria/obra de arte en el proceso de hacerse y no sólo antes y después. Esa compañía es la que forjará la relación entre el editor/comisario y el escritor/artista. Concluye su artículo: “más que hacer de vosotros como los próximos Beuys o Barthes o incluso el próximo Sam Fuller, pensad en su lugar en los grandes editores modernistas tales como Maxwell Perkins, Kurt Wolf and Jean Paulhan, por no mencionar sus equivalentes contemporáneos, y considerar que hacerlo de este modo en nombre de las artes visuales es mejor para todos los concernidos que añadir otro nombre a la lista de los aspirantes a batidores del mundo”.[2]

Me interesa este símil trazado por Robert Storr dentro del contexto actual del arte como una manera de no tomar las competencias profesionales como preformateadas sino sujetas al cambio, a la evolución y al aprendizaje.
Es necesario en este contexto, y ante la inminente confusión de posiciones y usurpación porparte del comisario o director/a de museo del rol específico del editor, de la siempre difícil tarea de la edición recordar las palabras de Bruno Munari acerca de lo que es la actividad editorial. Y escribe: “No sólo la proyectación gráfica de la portada de un libro o de una serie de libros, sino también la proyección del mismo libro como objeto y, por tanto, el formato, el tipo de papel, el color de la tinta en relación con el color del papel, la encuadernación, la elección del carácter tipográfico según el argumento del libro, la definición de la extensión del texto respecto a la página, la colocación de la numeración de las páginas, los márgenes, el carácter visual de las ilustraciones o fotografías que acompañan al texto, etcétera”.[3]

¿Se encarga actualmente el comisariado de estas tareas? ¿Se encargan los directores de museos y centros de arte de estas cuestiones? Evidentemente no, más bien, éstas son las tareas desempeñadas por los diseñadores. ¿Entonces? ¿Está hablando Munari de la sustitución del diseñador por la del editor y en última instancia, según el análisis de estas páginas que el comisariado debiera devenir en una especie de diseñador? Evidentemente tampoco. Desde el punto de vista de una ortodoxia editorial, el diseñador es una parte del engranaje más situada entre el autor y el editor. La actual desaparición de la figura del editor, entendida de manera específica, dentro del contexto artístico está generando un efecto de ampliación: cualquiera puede ser editor. De la misma manera que en la década de los ochenta e incluso en los noventa se organizaban exposiciones de todo tipo y muchas veces sin la figura del comisario, y hoy en día esto es prácticamente imposible, algo similar es posible predecir dentro del universo de los libros en papel. El problema reside en las políticas de la publicidad inherentes a un exceso de acreditación que lo que conlleva es un aumento del valor simbólico de los nombres acreditados. Existe el peligro de que los comisarios y directores de centros de arte firmen como editores todo aquello que sale en papel de las instituciones para las que trabajan o dirigen. Pero ¿son verdaderamente editores en el sentido de Munari? La pregunta con la que conviene cerrar aquí es la siguiente ¿es el editor un autor?

[1] Robert Storr, “The exhibitionists”, Frieze, Issue 94, Octubre 2005, p. 25.
[2] Ibid., p. 25. Las referencias a Beuys y a Barthes están sacadas de su análisis de “cada persona es un artista” del primero y de las variantes de “la muerte del autor” del segundo.
[3] Bruno Munari, ¿Cómo nacen los objetos?, Gustavo Gili, Barcelona, 1993, p. 33.

12/08/2011

EDITORIAL: El arte y la teoría de la compensación


Sello "Workmen's compensation law. Wisconsin", 1961


¿Cuáles son las leyes que gobiernan el gobierno de la institución del arte? ¿Cuáles las normas sobre las que se erige el edificio? Una teoría posible sería aquella de la ley de la compensación, esto es, una legislación no escrita, y mucho menos intuida, por la que al ascenso de algo se le contrapone el descenso de otra cosa que lo antecedía en su posición de privilegio. La compensación, consciente o inconsciente, gravita en el fondo de muchas de las actitudes (¿políticas?) que orientan el sistema del arte. En este sentido, no hace falta insistir en lo erotizado de un sistema que ha sustituido la filiación al debate ideológico aunque, paradójicamente, se presente ese mismo conflicto ideológico como garante de la toma de decisiones. No hay nada malo en ello; las filias y las fobias son siempre un filtro suficientemente subjetivizado que se auto-justifica. Para la mentalidad paranoide es siempre ese terreno “amoroso” el que ofrece coartada a su delirio de conspiración; X es amigo/a de Y, etc. Entiende, la mente paranoica, que debería existir un espacio libre de mafias y asociaciones, un lugar para la democracia institucional. ¿Y eso, cómo se hace?
Sin embargo, la apelación a la democracia en estos casos ahoga la idea de justicia. La compensación es, en este sentido, un sucedáneo de la justicia, y la imperfección de ambas es un requisito necesario para que el sistema se mantenga, pues además, así lo es en la sociedad. Pero lo compensacional, quizás una variante psicológica a una “ley de los cambios”, nos da una posible respuesta: muchas de las políticas institucionales, líneas expositivas y programas funcionan bajo la dinámica de la compensación (y no solo en el sentido de nivelar fuerzas, personas y recursos). El arte es una red que replica el modo organizativo de la sociedad hasta sus detalles más nimios. Compensar, sopesar, equilibrar, pagar favores y alojar al marginal son algunas de las estrategias. La progresiva profesionalización, o lo que es lo mismo, la discursivización de la institución-arte en la última década (al menos en el Estado español) ha generado la ilusoria sensación de lo ideológico como principio categórico gobernante. ¿Dónde quedan los subterfugios libidinales y la búsqueda del placer en una posible narración de la institución? Una ley de la compensación se caracterizaría, en primer lugar, por su grado de auto-consciencia sobre los efectos que origina, y después por introducir tanto la ideología como la libido en el interior de su mecanismo. Si alguien desea comprender cómo funciona el arte (incluido el mercado) pensar en términos de compensación equivaldría a comprender las motivaciones humanas que subyacen detrás de todo un sistema. 

12/04/2011

¿Llevan los objetos una buena vida?

Jarras, tarros, botijos seleccionados por Jasper Morrison para su exposición "Jugs, Jars and Pitcher"

El hecho de que los objetos que pueblan el mundo tengan una buena vida, más que una ordinaria, en su acepción vulgar, quizá no llegue a convertirse nunca en un asunto conversacional de largo alcance. Ontológicamente, la pregunta sería equivocada, pues obviamente no podemos preguntar a entidades inertes inhabilitadas para establecer una conversación y, sin embargo ¿a quién le importan esos objetos más que a nosotros, sus propietarios, pues son ellos los que nos acompañan durante décadas o incluso durante toda una vida? Se podría añadir que los objetos que nos parecen interesantes y atrayentes, como consumidores y usuarios, son aquellos que implementan un cierto bonvivantismo, en tanto una economía basada no en el hedonismo, sino en las políticas del estilo y el buen gusto. Hemos alcanzado un punto de ebullición tal que es posible contemplar la consideración de las obras de arte como pertenecientes a la gran familia de los objetos, sin que la aparente superioridad de la primera por encima de la segunda suponga ninguna clase de amenaza. Por encima de cualquier intento de categorización, se impone la necesidad de una ecología dentro de ese sistema de los objetos. De manera similar a cómo el antropólogo Gregory Bateson concibió que "así como existe una ecología de las malas hierbas, existe una ecología de las malas ideas”, es pertinente hablar de una ecología de los objetos y las formas en su sobreabundancia a menudo irreflexiva y gratuita. [1] Esto resulta muy adecuado a la luz de la práctica artística actual, donde la condición de objeto ha sido reiteradamente puesta en cuestión sin finalmente haber evacuado el fetiche de manera definitiva y radical; el reino de un arte sin objeto, sin mercancías, ha sido imaginado pero todavía no consumado, algo que bien podría emparejarse con aquella otra utopía, igualmente soñada en infinitas ocasiones como proyección ideal y de verdad radical, de una sociedad gobernada sin la presencia mediadora del dinero.
Ahora bien, preguntar sobre si los objetos aspiran a una buena vida se convierte en un desafío ontológico sostenido por la frágil tensión donde la ambigüedad de la pregunta arroja información valiosa sobre la orientación de un diseño ético y responsable. Todos sabemos que las relaciones de intercambio económico dentro de la esfera del arte siguen siendo las dominantes, y que los intentos de desmaterialización de la obra de arte no han sido siempre intentos de des-fetichización mientras la reificación de la mercancía persiste.

Gerrit Rietveld

COLECCIONAR
Walter Benjamin escribió sobre el arte de coleccionar y definió a los coleccionistas como personas con un instinto táctico: el coleccionista es el paradigma de la subjetividad privada, cerrada, alguien que obtiene placer en su intimidad. Benjamin, él mismo coleccionista, escribió una vez que “every passion borders on the chaotic, but the collector’s passion borders on the chaos of memories”.[2] Como él percibió, una forma de adquisición infantil emerge en el verdadero coleccionista, cuyo último objetivo es renovar el viejo mundo. Los coleccionistas adultos están movidos para recoger las cosas que les fascinan en el deseo de poner cosas individuales unas al lado de otras, produciendo nuevas e intrigantes yuxtaposiciones- así como un niño lo haría- otorgándose a sí mismo una justificación intelectual para continuar con su tarea. Pero además, al coleccionista se le ha visto habitualmente como perteneciente a la esfera burguesa mientras que esa misma burguesía proyecta su propia publicidad o su dimensión pública. Mientras nos habla de su singularidad y de sus contactos con el exterior, el coleccionista cultiva sobre todo su interior mientras el acto de coleccionar deviene en un reemplazamiento de las relaciones humanas. Políticamente hablando, se entiende que el recorrido que va de lo privado a lo público es beneficioso para la sociedad, y así se presentan gran parte de colecciones privadas insertadas en instituciones, mientras que lo contrario, de lo público a lo privado se considera como ideológicamente sospechoso. Que las colecciones privadas se sometan a esta dialéctica tampoco nos informa acerca de las intenciones de cada caso concreto, de la misma manera que damos por sentado que los propietarios de las obras deben cederlas –casi por obligación moral- en préstamos para completar exposiciones individuales y colectivas de todo tipo. Esta clase de relaciones devuelve a la esfera pública su dosis de publicidad (publicness). Un modo de romper las rígidas oposiciones binarias entre lo privado y lo público puede establecerse con la recalificación de mucho de lo que nos rodea como de semi-público y/o semi-privado. Ésta es además una condición aplicable al artista contemporáneo, atravesado en su individualidad y al mismo partícipe de un colectivo mayor, exponente de una publicidad en la medida en la que participa, exponiendo su quehacer, de las políticas de la presentación.
Benjamin hurgó hasta el agotamiento en el significado del interior y del salón al escribir que “bastaría con analizar detalladamente la fisonomía que presentan las hogares de los coleccionistas. Se tendría entonces la clave de los interiores del siglo XIX. Igual que en ellas las cosas toman lentamente posesión de la casa, así en éstos se quiere coleccionar un mobiliario que reúna huellas del estilo de todos los siglos”.[3] Y a continuación mencionó: “Mundo de las cosas”. De modo similar, las cosas y el mundo conviven de manera conflictiva y armoniosa a la vez, donde orden y desorden se prestan a un interminable recreo. Los objetos y los espacios establecen una relación dialéctica. En La poética del espacio, Gastón Bachelard expuso toda una topofília, una poética de las viviendas y una exploración de la casa como lugar vivido: todo espacio habitado lleva como esencia la noción de casa. [4] Los interiores integran la dimensión psicológica, formada por recuerdos y olvidos, y son el primer dominio de la cotidianeidad, auténticos “microcosmos”. La casa es, además, una unidad de imagen y recuerdo. La pregunta es entonces, ¿dónde y cómo encuentran el reposo esas excepciones llamadas obras de arte?


EBANISTAS Y NARRADORES
Al reducir todo objeto al mero valor de uso alguien tan dogmático como Adolf Loos desarrolló el teorema del predominio de la técnica y al mismo tiempo afirmó el principio estético de la ecuación útil-bello abogando por la “buena forma”, aquella la cual no se inventa desde cero sino que ya existe en la naturaleza y por lo tanto, tan sólo es necesaria cogerla[5]. Loos parecía creer que el idealismo de la forma distingue de manera natural entre la buena y la mala forma.
Traer este debate a los tiempos actuales es poco menos que anacronismo disfrazado de retórica. Sin embargo, más que ser un “objeto”, la forma representa las relaciones entre los modos sociales (y colectivos) y los proyectos individuales y por lo tanto es toda una instancia mediadora.
El tacto remite a la mano, a la factura. Ya sea realizando las piezas o llevándolas a un taller para que un especialista las realice, la presencia de la mano (en la artesanía), o su ausencia (en la fabricación mecanizada) denota la revalorización de la labor y de la técnica usada. Benjamin también reclamó una correlación entre la figura del artesano con la del narrador, pues el acto mismo de narrar es una habilidad o un arte, lo que nos lleva a reflexionar sobre las operaciones de la narración y la comunicación artesanas como quintaesencia de la experiencia y la personalidad individual.[6] El paso de la artesanía (con su insistencia de la mano en el proceso de producción) a la mecanización impacta en los modos de la memoria. La mano toca, posee conocimiento práctico. Pero esta glosa de la técnica artesanal no es aquí una reivindicación romántica, al contrario, opera en la misma línea que cuando Gerrit Rietveld (vestido con su ropaje de carpintero) diseñó y realizó la silla Red Blue eliminando la subjetividad individual a favor de una estética apta para la producción en serie a la vez que producía un objeto de una belleza y perfección inigualables. William Morris no hubiera estado de acuerdo aún compartiendo ambos una misma visión de progreso.


[1] Gregory Bateson, Steps to an Ecology of Mind: Collected Essays in Anthropology, Psychiatry, Evolution, and Epistemology, University Of Chicago Press, 1972.
[2] Walter Benjamin, ‘Unpacking My Library: A Talk about Book Collecting’, en Illuminations, Fontana, Glasgow, 1979, pp. 59-68.
[3] Walter Benjamin, Libro de los pasajes, “El interior, la huella”, Pre-textos, Valencia, 2008, p. 237.
[4] Gastón Bachelard, La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000.
[5] Benedetto Gravagnuolo, Adolf Loos: Teoría y obras, Editorial Nerea, San Sebastián, 1988.
[6] Esther Leslie, “Walter Benjamin: Traces of Craft”, Journal of Design History, Vol. 11, No. 1, Craft, Modernism and Modernity, 1998, pp. 5-13.

12/02/2011

Imágenes para una lectura-performance, "Escanografias" de June Crespo

Jean Rouch
Abi Warburg
Hopis, kachinas
Rostridad; Año cero, Deleuze & Guattari, Francis Bacon
El formalista ruso, Viktor Shklovsky
Madre coraje, Bertolt Brecht
Oskar Schlemmer y máscara
Erich Consemuller, Lise Bayer, Marcel Breuer
"Les statues meurent aussi", Chris Marker & Alain Resnais, 1953
Erich Consemüller, Bauhaus
"El placer del texto", Roland Barthes

12/01/2011

Escanografías (2), June Crespo, CO-OP # 4



Esta publicación recoge scanners, texturas, ensamblajes y collages de la artista June Crespo (Pamplona, 1982). Existe un alto grado de surrealismo en estas imágenes, denominadas "escanografías", y que resultan del escaneado directo de materiales y cosas en singulares asociaciones. Esta es la segunda entrega de Escanografías
A su vez, esta edición de artista es la cuarta publicación de CO-OP, mi particular proyecto editorial. 


Presentación-performance, 1 de diciembre, Anti-Liburudenda, Bilbao, 20.30 h.


CO-OP # 1: Asier Mendizabal, Smaller than a Mass, 2006
CO-OP # 2: Xabier Salaberria, 2009
CO-OP # 3: June Crespo, Escanografias 1, 2010
CO-OP # 4: June Crespo, Escanografias 2, 2011