10/27/2010

Sobre “La red social” de David Fincher

Cartel de "The Social Network", David Fincher


La red social (2010) es una película dirigida por David Fincher y sólo este hecho ya merece un mínimo de consideración crítica. Que un director tan aclamado (Seven, El club de la lucha, Zodiac) decida embarcarse en dirigir una película sobre David Zuckerberg, el ahora multimillonario creador de la red social Facebook, nos habla claramente de la atracción de este autor por retos formales de gran alcance. Aquello que en manos de cualquier otro no sería sino mero entretenimiento, en Fincher se convierte en objeto de análisis, materia prima al servicio de una crónica de nuestro tiempo.
La aparente desconsideración de una película sobre el fenómeno social del momento pasa a convertirse en un potente artefacto de interpretación de la realidad circundante. Basado en el libro Multimillonarios por Accidente de Ben Mezrich, la grandeza del filme se debe a lo atinado del guión, escrito por Aaron Sorkin. De hecho habría que catalogar a Sorkin como co-autor ya que la escritura lo es aquí todo. Con un argumento en principio anodido, Sorkin y Fincher componen un relato que avanza frenéticamente pero dejando al espectador sin climax final, devolviéndolo al punto de partida. Una de las cualidades de la filmografía de Fincher es establecer una forma propia dentro de la industria de Hollywood a la vez que re-trabaja los géneros hasta el punto de hacerlos partícipes de una seductora cacofonía. Sus películas, como ovillos que se desenredan, mantienen un sutil equilibrio entre el cine mainstream y los tour de force estilísticos que podrían hacernos recordar a los Hitchcock o Brian de Palma.
Jessie Eisenberg como Mark Zuckerberg

Tiene mucho de ilusionista Fincher. Su chistera está siempre cargada. Su estilo barroco, sobrecargado y a la vez sólido, simple, ofrece una síngular pátina, claramente observable en su labor en los claroscuros, de una sombredad en principio no acorde con el tema tratado. Fincher cuida los detalles; allí donde en Zodiac el amarillo huevo y el marrón pana vestían la oficina del periódico, ahora nos regala unos tonos verdosos propios del invierno en la universidad de Harvard. A nivel formal, Fincher sabe que los modos de narración posmodernos no sólo pasan por la reconsideración de la textura fílmica sino sobre todo por la ruptura de la linealidad de la narración y aquí, todo hay que decirlo, es un consumado maestro. El seguimiento (durante décadas) de la pista del asesino del calendario en Zodiac se revelaba como un simple McGuffin, al final de la película, desenmascarando su verdadero contenido; no ya una película del género thriller o policíaca, sino una metáfora de la imposibilidad por reconstruir el pasado por medio de fragmentos. La obsesión por Zodiac nos transmitía la desesperanza de cualquier atisbo de encontrar la verdad sumida en los laberintos de la historia. Pero Zodiac también venía a decirnos lo siguiente: cuando los gritos de la actualidad, del ahora, de aquello que resplandece al calor de lo mediático, quedan ahogados por el silencio de lo recién pasado, es entonces que empieza la auténtica búsqueda. La verdad es de aquellas que la persiguen con ahinco, no de aquellas personas aparentemente más dotadas. El rompezabezas de Zodiac avanzaba durante décadas sin solución aparente, en una secuencia que venía desde el pasado hacia nuestro presente. Este uso inteligente y multiforme de la temporalidad es lo que produce el estilo Fincher.
Cartel de "Zodiac", de David Fincher, 2007


Ahora, en La red social, algo que llama la atención es el momento de la realización de la cinta: 2010. En pleno apogeo de Facebook y poco más de media década después de su explosión mundial, hay que otorgar a este producto una capacidad para asir el presente que para sí quisieran otras producciones cinematográficas. Ocurre practicamente en el momento en el que está pasando, reconfigurando lo recién pasado como si fuera ayer mismo: todo comienza en un invierno de 2003, universidad de Harvard. En tanto cineasta, Fincher deviene periodista y cronista, su obra se sitúa muy cerca del periodismo, participando de una estética geopolítica que refunde los géneros del cine policíaco, thriller, periodismo, y ese ya género que clama su propio estatus como es el cine de juicios. Todo ello orquestado para que funcione al unísono, en una clase de cine que se establece como una continuidad de obras maestras como Todos los hombres del presidente (1976) de Alan J. Pakula, y la filmografía de Sidney Lumet
Basta con fijarse en la complejidad del mundo para tener suficiente reserva creativa.
La red social es también, obviamente, un objeto de entretenimiento, y por lo tanto fruto de una ideología determinada. Un objeto que además parece generar unanimidad en la crítica especializada, síntoma que debería observarse con detenimiento. El aparente oximoron que podría surgir de la mezcolanza de Facebook con un filme de calidad ha encontrado, gracias a Sorkin y Fincher, una presencia definitiva. No importa si el espectador está más o menos familiarizado con la red social que el filme destila adrenalina por los cuatros costados, todo ello bien aderezado por una banda sonora que no cesa en ningún momento y que tiene su climax en la escena en que Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg) charla en la discoteca con Sean Parker, inventor de Napster, interpretado por un convincente Justin Timberlake. La escena se abre con un skyline nocturno y la imagen acelerada, para a continuación adentrarnos en el interior del templo posmoderno de carne y neón. Este simple detalle técnico que hace que las luces y las nubes de la urbe nocturna pasen a toda velocidad es toda una declaración formal: pocas imágenes más representativas de lo que dio en llamarse el posmodernismo existen que aquellas en las que las elevadas arquitecturas de acero y cristal dormitan.
Son además muchos los momentos en el filme en los que el estilo hace su trabajo, por no mencionar la atención al vestuario entre nerdy y geek de Zuckerberg, con toda su gama de forros polares y T-shirts tan bien escogidos que el propio Zuckerberg (el de verdad) ya ha elogiado. Es interesante contrastar la estética aquí con otra producción que definió toda una época, como Blade Runner (1982) de Ridley Scott. La comparativa puede parecer forzada pero lo cierto es que ambas reflejan una condición posmoderna atravesada por tres décadas de diferencia. Lo que un posmodernismo a lo Blade Runner nos indicaba era el advenimiento del presente bajo diferentes guisas de futuridad (en el cyberpunk) y una nostalgia salida de la incapacidad de la imaginación para pensar el futuro. Así, las tramas argumentales asentadas en un futuro no muy lejano servían como alegorías de la condensación de la cultura en un barroquismo estilístico floreciente que no reflejaba sino la crisis de la historicidad.
Ahora, La red social, con su aparente convencionalidad y sin apenas recurrir a situaciones de extrañamiento, hace patente la obsolescencia de virtualidades añadidas debido en parte al hecho de que la realidad que nos rodea se ha complejizado de tal manera hasta el punto de engendrar las redes sociales como sustitución de relaciones físicas. 

La oficina del periódico de "Zodiac"




Pero otra clave interpretativa de La red social estaría en aquello que la película no cuenta u omite, es decir, en las consecuencias de Facebook: el paso en esta red social (y en otras que han llegado después) de sucedáneos de socialidad hacia una nueva lógica (¿ética?) del trabajo. De Max Weber a Richard Sennett, no podemos dejar de considerar Facebook como una de las mayores transformaciones que se han producido dentro de una sociología del trabajo en nuestra sociedad post-Fordista, conectada y/o en red. En este sentido, lo que distinguiría a La red social de otras películas espectaculares del momento es su capacidad para representar fielmente o expresar, o de la manera adecuada, el capitalismo tardío. Sólo por esto, La red social y David Fincher tienen el mérito de golpear de lleno en medio del sistema y orden mundial. Tradicionalmente (desde al menos la gran novela realista de principios del siglo XIX) todas las obras maestras han sido siempre capaces de, antes que nada, representar vivamente los modos de producción imperantes o al menos ser expresión de la conciencia de clase o del inconsciente político de la sociedad.
Recientemente (en un texto clarividente) el artista Liam Gillick ha intentado captar la naturaleza de la labor del artista en nuestras sociedades de la información y el conocimiento, y aunque el fragmento esté sacado de contexto, puede servir como síntoma de los tiempos leyéndolo en paralelo con un producto como La red social: “La acusación es que los artistas son en el mejor de los casos los últimos trabajadores freelance del conocimiento y en el peor, apenas capaces de distinguirse del deseo agotador de trabajar todo el tiempo, gente neurótica que emplea una serie de prácticas que coincide pulcramente con los requerimientos del capitalismo neoliberal, depredador y mutante de cada momento. Los artistas son gente que se comporta, comunica e innova de la misma manera que aquellos quienes pasan sus días intentanto capitalizar cada momento e intercambio de la vida diaria. No ofrecen alternativa”.[1]
Justin Timberlake y Jessie Eisenberg, entre geeks y nerdys anda la cosa



[1] Liam Gillick, Why Work? “The accusation is that artists are at best the ultimate freelance knowledge workers and at worst barely capable of distinguishing themselves from the consuming desire to work at all times, neurotic people who deploy a series of practices that coincide quite neatly with the requirements of neo-liberal, predatory, continually mutating capitalism of the every moment. Artists are people who behave, communicate and innovate in the same manner as those who spend their days trying to capitalize every moment and exchange of daily life. They offer no alternative”. Artspace, Aukland, New Zeland. 


10/19/2010

Fantasmas semióticos: referencialidad, apropiación, sci-fi, historicismo, etc

Christopher Williams, "Kiev 88"










El prodigioso relato corto de William Gibson “El continuo de Gernsback” (1981) está a punto de cumplir su tercera década mientras su relectura nos golpea de lleno en medio de la oleada historicista en la que estamos inmersos.[i] En este cuento, un fotógrafo, el narrador, es comisionado para ilustrar un coffee-table book acerca de la arquitectura norteamericana de los años 30 y 40 bajo el sugerente título de The Airstream Futuropolis: the Tomorrow That Never Was. Buceando en esas arquitecturas del modernismo americano, llena de superficies cromadas, edificios aerodinámicos inspirados en Metrópolis de Fritz Lang y una naif obsesión por un futuro lleno de dirigibles con forma de pepino, el narrador se ve asaltado por el fantasma semiótico que intenta desentrañar: cree imaginar haber visto un bumerang alado de doce motores. Gibson inventó en este cuento el concepto del fantasma semiótico para describir toda la imaginería de ciencia ficción que impregna la cultura, es decir, fragmentos del inconsciente colectivo desprendidos que han adquirido vida propia, o dicho de otro modo, espejismos populares referidos a una cultura concreta. Exactamente, la sátira de Gibson se centraba tanto en los movimientos de arquitectura modernista como en la ciencia-ficción pulp de la década de 1920 al estilo de la revista Amazing Stories. En todas las historias del Sprawl de Gibson se observa un futuro extraído de la condición moderna.[ii]






Lo que ahora resulta relevante es que estos fantasmas semióticos parecen trascender el ámbito de la ciencia ficción para convertirse en guiños de la cultura del pasado impregnando y modelando nuestra actual recepción cultural así como la noción que tenemos de la historia. Todo nos parece hoy en día producto de una incesante proliferación de textualidad; la recepción de la historia, así como del presente, se asientan en el eterno retorno de fragmentos del pasado dispuestos a ser reinterpretados indefinidamente. La tesis de que la arquitectura del Estilo Internacional, la estética Bauhaus, el minimalismo típicamente moderno, el Citroën DS, las cúpulas geodésicas así como las maneras codificadas del post-punk (en moda y música), por poner sólo algunos ejemplos, devengan en elaborados fantasmas semióticos, asimilados e integrados en nuestro subconsciente, no resulta descabellada.
En el cuento, el edificio Johnson Wax de Frank Lloyd Wright parece haber sido diseñado para “gente que llevara togas blancas y sandalias de acrílico” y es objeto de un extrañamiento salido de la fantasía alucinógena del protagonista-narrador.  Congelada, casi criogenizada, la modernidad expulsa la esencia de su propia definición: su significado, su ontología, no se conforma con ser un periodo más dentro de una continuidad histórica sino que su reafirmación en el presente conlleva la prerrogativa de devenir siempre objeto de reflexión sobre sí misma. La modernidad, lo moderno, no sólo son categorías periodizadoras, sino también modelos de auto-consciencia. Como tales, la sóla mención al modernismo en las artes o la referencia a la moderdidad como periodo histórico ya exige, de facto, un auto-cuestionamiento de su propia categoría moderna. Así, la radical afirmación de la modernidad (con sus manifestos asertivos) ya lanzaba al futuro el germen de una continua y perpetua revisión: alto modernismo, modernismo tardío o posmodernismo.

Pero esta modernidad encantada necesita de quien la desencante. Los actuales ejercicios referenciales dentro del arte no son sino ejemplos de esta imposibilidad de salirse de una clase de historicismo que subsume el presente dentro de una continuidad con lo histórico, lo que no quiere decir que nos encontremos en un momento de consciencia histórica fuerte. No desde luego, y para nada, similar a cuando Georg Lukács escribió su obra magna Historia y conciencia de clase, en 1923.[iii]

La sofisticada mofa de Gibson sobre el futuro antigüo se vuelve meta-comentario al alinearlo conjuntamente con las representaciones que el modernismo trataba de modelar. Esto no sólo sitúa al modernismo como un proyecto cargado de una promesa de futuridad, sino también como un inmenso bazar, lleno de artefactos, de una vastedad similar a su propia inagotabilidad: son estos artefactos los que han devenido en fantasmas semióticos. No es sorprendente que, debido a esto, la referencialidad en el arte no sólo se haya convertido en una convención más, sino que además haya devenido en la estrategia crítica privilegiada. Pero la presunta inagotabilidad del contenido histórico, como si de una gran reserva libre de permisos se tratase, apunta justo todo lo contrario, esto es, un tipo de extenuación (histórica) de la posibilidad misma de invención en el arte. Cuando artistas como Christopher Williams o Willem de Rooij, señalan que la referencialidad dentro del arte se ha convertido en una ortodoxia quizás lo hacen con la intención de preservar su propio trabajo como crítico, una práctica artística que se caracteriza por su extremada codificación, casi meta-referencial, una saturación de los códigos de representación y, a continuación una limpieza de las huellas dejadas por ese sobrecargamiento referencial.[iv] Así, las fotografías conceptuales de Williams, bajo una anodida apariencia publicitaria, esconden una trama de vínculos, en lo que parece ser un test de cómo complejas capas de información pueden condensarse en una única imagen. El trabajo de Williams, así como el de De Rooij y otros, pienso en Mathias Poledna, es la prueba o síntoma definitivo de la debilidad referencial que se manifiesta a través de la sobredeterminación del referente histórico. La dificultad reside todavía ahí, es decir, en la dificultad para imaginar una forma nueva que no se refiera a absolutamente nada más que a sí misma o, por el contrario, una imagen que sea una translación directa de la realidad mediante una clase de realismo todavía por inventar. En el curso de la conversación entre Williams y De Rooij, éste último dice estar trabajando en una lista de reglas al modo de Lars von Trier y Dogma 95, para facilitar la producción de obras que refieren a nada otro: arte no-referencial. Sin duda, un giro de 360º a su propio pasado referencial. Pero, ¿podemos pensar en una forma que no se refiera a nada? Es decir, una forma que vez vaya más allá de un regreso a un grado cero barthesiano, de una estética del silencio a lo Susan Sontag o de la tautología y auto-referencialidad del objeto minimalista. Esta es una difícil cuestión. La sobredosis de contenido histórico alojado en múltiples narrativas históricas funcionando al unísono dentro de las obras de arte bien podría ser la causante de los fantasmas semióticos que nos asaltan.



[i] William Gibson, “El continuo de Gernsback”, en Quemando Cromo, Minotauro, 2002. El título se refiere a Hugo Gernsback (1884-1967), pionero de la ciencia ficción y creador de la primera revista del género, Amazing Stories, en 1926.
[ii] La serie del Sprawl de William Gibson contiene las trilogía Neuromante (1984) Conde Cero (1986) Monalisa Acelerada (1988) así como las historias contenidas en Quemando Cromo (1986).
[iii] Georg Lukács, History and Class Consciousness, The Mit Press, Cambridge, Massachussetts, 1971.
[iv] “As We Speak”, Christopher Williams y Willem de Rooij en conversación con Jörg Heiser, Frieze magazine, nº 134, Octubre, 2010.


10/11/2010

Atemporality for the creative artist, Bruce Sterling



¿Cómo podemos definir nuestro periodo histórico? Asir el presente es una de las principales preocupaciones de la humanidad a lo largo de su evolución. Asimismo, la manera en la que la historia (el pasado) se representa es objeto de disputa, a la vez que la ansiedad por la incertidumbre del futuro condiciona nuestros deseos y disposiciones sociales. La filosofía ha abarcado todas estas cuestiones sobre el tiempo hasta el punto de convertirlo en uno de los grandes temas filosóficos desde siempre.
Sin embargo, un movimiento tectónico dentro de las capas del pensamiento ha hecho que lo elevado de reflexiones profundas acerca del ser, la historia de los acontecimientos y el devenir de la especie humana se materialicen en nuestra actualidad en aquellos territorios culturales que han hecho obsoletas las distinciones entre alta y baja cultura, la literatura de ciencia-ficción, el arte contemporáneo, el cine y la arquitectura posmodernas. En esta vena, el novelista y uno de los padres del movimiento ciberpunk, Bruce Sterling, ofreció una conferencia en la pasada edición de la Transmediale que debería tenerse muy en cuenta desde el punto de vista de una nueva filosofía para nuestro periodo. Sterling trata de ofrecer una alternativa a la historicidad tradicional, a aquello que llamamos una etapa clásica, otra moderna, o posmoderna y demás. Es más, todas estas categorías lo único que muestran es su propia crisis de historicidad pues en nuestra condición actual la Historia se ha convertido en una historia (story). Para Sterling existen nuevas formas de comunicación no sincrónicas que son globalizadas y donde tampoco no hay un canon único. No existe una voz autoritaria y única sobre la historia. La historia, como disciplina amparada en la cultura lineal del libro y el papel se ha fragmentado en la cultura digital de manera que Google y Wikipedia y demás herramientas tecnológicas ejercen una influencia en el saber, las narrativas y en las organizadas presentaciones de la historia de la que ésta no se puede recuperar. Esto no supone un nuevo “fin de la historia”, sino que esa misma idea de Francis Fukuyama se ha evaporado.
Sterling dice enfático: “What we are facing over a decade is a decade of emergency rescue, of resiliency, of attempts at sustainability, rather than some kind of clear march toward advanced heights of civilization. We are into an era of decay and repurposing of broken structures, of new social inventions within networks, a world of ‘Gothic High-Tech’ and ‘Favela Chic’ (as I’ve called it), a crooked networked bazaar of history and futurity, rather than a cathedral of history, and a utopia of futurity.”
El conflicto está entre ese “Gothic High-Tech” que hemos heredado como parte de la cultura analógica, un castillo arruinado (o las ruinas de la insostenibilidad) y el “Favela Chic” como informalizado e ilegalizado, pesada estructura de la red en el emergente nuevo orden. No contento con describir lo que él considera la atemporalidad de nuestra época, Sterling ofrece alternativas al artista creativo. Por ejemplo encontrando vacíos en el dominio de la creatividad. Recuperando formas de historia de la que no se podría escribir. Historia sobre personas que no fueron las vencedoras o sobre personas que no tenían literatura. Pre-historia. Experiencia humana antes que la grabación histórica fuera creada.
Para Sterling, el actual caos y la imposibilidad de estándares, de narraciones coherentes abre una serie de oportunidades al artista: “What can we do to liven things up, especially as creative artists? Well, the immediate impulse is going to be the ‘Frankenstein Mashup.’ Because that’s the native expression of network culture. The ‘Frankenstein mashup’ is to just take elements of past, present, and future and just collide ‘em together, in sort of a collage. More or less semi-randomly, like a Surrealist ‘exquisite corpse’.”


Texto completo publicado en Wired


Bruce Sterling on Atemporality (excerpt)


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Al margen de que las teorías de Sterling puedan ser más o menos contestadas, lo cierto es que vivimos una época en la que la historia se ha convertido en un bazar donde encontrar la narrativa ausente que nos alivie o nos ilumine un poco más el ya de por sí confuso orden mundial. La crisis de la historicidad se acrecienta en la medida en que recuperamos, reciclamos y revisamos el pasado con la misma celeridad con la que acto seguido olvidamos, archivamos y damos carpetazo. Los homenajes, aniversarios y rememoraciones se suceden cíclicamente de manera que cada nueva edición parece la primera.
¿Cuantos son los espectadores y expertos en arte contemporáneo que visitaron la exposición Encuentros de Pamplona de 1972 en el Museo Nacional Reina Sofía el pasado otoño-invierno del 2009, conscientes de que ese mismo museo ya dedicó una exposición a los Encuentros en 1997, con motivo del 25 aniversario del evento?
Este ejemplo, cogido un tanto al azar en calor de la oficina, vendría a corroborar que, a menudo, diez años o una década, es suficiente para borrar cualquier atisbo de pasado presentándolo como novedad a riesgo de refrescar la mente de narración histórica para a continuación someterla a los designios de la atemporalidad.
El grito de guerra de Fredric Jameson al comienzo de The Political Unconscious, “¡Historicemos siempre!”, se escucha ahogado por el ruido de fondo de la sobre-historización, o por lo que parece su gemela, la atemporalidad.